Un hombre es arrastrado por la mandíbula de un caimán al fondo de una aguas enturbiadas con sangre. Un indio muere acuchillado manos de un soldado, y rueda colina abajo. Hormigas gigantes atacan a la tripulación de una nave en el mar. Un stormtrooper cae al vacío, justo antes de que Luke y Leia lo atraviesen con la ayuda de un gancho… Que sea bien conocida entre los expertos en el tema no significa en modo alguno que esta deliciosa curiosidad haya traspasado las barreras de la cinefilia: la alucinante historia del Grito Wilhelm bien merece volver a ser contada en unas líneas que, si bien no aportarán ninguna nueva luz al tema, brindarán una excusa perfecta para volver a disfrutar con la hipnótica pista de James Blake así titulada, “The Wilhelm Scream“.
A más de uno seguro que le sorprenderá saberlo, pero lo de el grito Wilhelm no es otra cosa que uno de los efectos de sonido más célebres de la historia del cine. El alarido (porque de eso estamos hablando, de un archivo sonoro perteneciente a una biblioteca de efectos empleado para acompañar mil y una escenas de violencia, muertes agónicas, caídas pavorosas y desmembramientos) se empleó por primera vez en 1951, en una escena del western “Tambores Lejanos” de Raoul Walsh, que es precisamente la que encabeza esta entrada. Vaqueros vadeando un río, caimanes que despiertan de su letargo con el chapoteo de aquellos tipos duros, capaces de sostener la mirada (y a una mujer en sus brazos) mientras el infeliz que se ha rezagado es despedazado por los reptiles: un “Pobre diablo”, apenas mascullado entre dientes, será su único responso.
La cuestión es que el efecto se ha convertido, con el paso de los años, en un guiño al gremio por parte de los responsables técnicos de los efectos sonoros, y lo que empezó siendo un recurso más, ha devenido en una especie de broma privada. Las películas en las que el famoso grito ha sido utilizado se cuentan por centenas, y no se trata precisamente de títulos chapuceros de serie B: desde que Ben Burtt, diseñador de sonido de los efectos de la primera película de la saga Star Wars, decidiera recurrir a ese archivo (arrinconado en los fondos de Warner Bross bajo el nombre de “hombre devorado por un caimán”) para acompañar una de las secuencias de la entonces incipiente trilogía, el efecto -conocido finalmente como “el grito del Priv. Wilhelm” en honor al personaje secundario que parecía emitirlo al recibir un flechazo en “La Carga De Los Jinetes Indios” (1953)- fue utilizado en infinidad de largometrajes de Spielberg, Lucas, Peter Jackson o Tarantino, entre otros. En muchas de esas películas, era el propio Burtt quien estaba al mando de la edición de los efectos sonoros, por lo que su uso podía inicialmente leerse como una invisible “marca de agua” del técnico al respecto de su participación en el film, pero es que pronto el guiño encontró respuesta en la utilización por parte de colegas suyos como Richard Anderson o Steve Lee, y aún se perpetúa hasta nuestros días.
Como broma, la cosa ha ido bastante lejos: el “Grito Wilhelm” está en las tres primeras películas de Indiana Jones. En las seis de la franquicia Star Wars. En “Toy Story”, en las de “El Señor De Los Anillos”, en todo aquello de los Piratas del Caribe… Y dejo de contar, porque no terminaría (podéis echar un vistazo a la wikipedia, si os pica la curiosidad, y ya veréis que el recurso tiene una filmografía capaz de hacer sombra a la de Meryl Streep): aunque nunca recogió un óscar entre lágrimas y aplausos, el famoso alarido -presuntamente grabado por el cantante Sheb Wooley, uno de los soldados sin línea de guión en “Tambores Lejanos”, y posteriormente tratado para llenar el campo estéreo – forma parte de nuestra educación cinematográfica en la misma medida en que lo han sido la pantalla verde del croma, o las balas de fogueo.
Interesante, por tanto, el giro de tuerca que imprime el jovencísimo James Blake a la historia del grito Wilhelm en su debut de 2011. Lejos de utilizarla como una broma privada que invita a la sonrisa cómplice, el geniecillo de la escena post-dubstep se vale del valor simbólico del viejo efecto para poner título a la desolación: el grito de dolor que luego se convirtió en motivo de risa, recupera de nuevo el cetro de la angustia. Versos como “I don’t know about my dreamin’ anymore/ All that I know is I’m fallin’, fallin’, fallin’, fallin’,” te golpean en el pecho con tal fuerza que efectivamente eres tú el que se siente caer al vacío… la gelidez de esa electrónica glacial te mantiene atenazado, y cuando menos te lo esperas, la voz distorsionada de Blake se libera de la pulsión palpitante de los beats, y te degüella con el siseo ofídico de una daga india.