Uno es feliz cuando hace lo que le gusta. Incluso lo es sin que nadie entienda la felicidad que lo embarga. Hasta ahí, nada rebatible, nada a lo que acudir que desmonte esta pequeña teoría del placer. A Terry Gilliam se lo proporcionan asuntos que al resto de los mortales nos importan poco, pero posee la extraordinaria habilidad de hacer nuestra la fiesta y de que acabemos encantados con su excéntrica visión del mundo. Se le perdona que se extravíe, se le consienten los excesos (Tideland es un artefacto de distracción hermoso, pero hueco). Solo hay que irse a Brazil, esa fábula futurista, noit y absolutamente dramática, en la que nos convence que es un genio inclasificable, un ser dotado de un genio por encima de la triste media, un autor convencido de que las cosas no se pueden contar de ninguna otra forma posible. Siempre metí a Gilliam en el mismo pack que a Lynch. Creo que daría algo (algo que no tengo, por supuesto) por colarme en una hipotética charla entre ambos. Si The Zero Theorem la hubiese firmado Lynch, dotándola tal vez de un más severo sentido de lo grotesco, no habría sacrificado la oscuridad, el desconcierto, el absurdo, toda esa teatralidad guignolesca con la que los dos a veces se despachan para contarnos lo extraña que es la vida y lo poco sensibles que somos a su extrañeza.
The zero theorem perturba, claro. Su capacidad para hacerlo reside en una asfixiante puesta en escena. Lo que Christoph Waltz desea (que se le informe sobre el sentido de la vida, que una llamada de teléfono le responda a todas esas grandes preguntas) se extiende durante un metraje excesivo (ciento siete minutos de Gilliam son doscientos cincuenta de un director más centrado) y acaba por preguntarnos si de verdad merece la pena el esfuerzo, el rato en la butaca, la confianza en que la trama ofrezca algo que enganche. Porque The zero theorem no establece ese diálogo, no empatiza (tampoco el grandísimo actor Waltz logra que su personaje logre esa virtud fundamental del teatro), no hace que la función fluya, no cuaja casi en ningún momento. Lo que la lastra y la reduce a un ejercicio de autocomplacencia (yo soy feliz, yo hago lo que quiero, yo sé cómo cabrear a los de la pasta) es su flojo argumento. La historia del genio de la informática recluido en una capilla en ruinas, al servicio de una oscura corporación entre lo metafísico y lo industrial, decae a poco que la trama avanza. El batiburrillo de escenas deslumbrantes (todo Gilliam es deslumbramiento, por eso lo queremos a pesar de todo) no compensa la vacuidad de lo que las escenas cuentan. Y eso que cuento con la idea de que hay en mí una tendencia insobornable a que lo hueco y lo hermoso al tiempo me llene más, en ocasiones, que lo denso y lo gris. Defiendo la belleza casi por encima de la inteligencia, pero todo lo bello que Gilliam nos ha dado (las escenas impecables de las mejores distopías del cine reciente) se tambalea cuando se complica la vida con empresas sin empuje, huérfanas de intensidad, en las que pasa o poco o incluso no pasa absolutamente nada. Más cercana al cómic que al cine, la cinta discurre como si fuese una rueda de cuadros coloristas, vistosísimos, que hacen que abramos los ojos. Pero debe haber algo más que ojos abiertos.