De tener que elegir algún disco que me acompañase en un hipotético y poco festejado confinamiento espiritual, si es que se me conminase a cribar la mastodóntica carga que me complacería en grado sumo llevarme a ese infierno solitario, no faltaría Thick as a brick. No sé la de veces que me ha acompañado y servido de bálsamo y de refugio en el transcurso de los últimos pongamos cuarenta años. Salió en el 72, pero ahí era yo todavía infante (no sé si florido) y se me escapaban las glorias del genio humano. Recuerdo (porque recordar es sentirse uno vivo y olvidar es morir) sentirme deslumbrado por la portada cuando un amigo dijo algo parecido a "me he comprado un disco, es una canción que ocupa las dos caras, no has escuchado nada igual". Debieron ser esas o parecidas las palabras y no las restituyo porque las registrase y ahora extrajese, sino porque son las más adecuadas y porque mi amigo (a quien veo más espaciadamente de lo que nos merecemos) era de retórica y ornato, Dios los cría y ellos se junta, que diría mi abuela. R. me grabó Thick as a brick en una cinta de cromo, las de metal eran más caras. Años más tarde, mucho más, adquirí el disco compacto, el de la foto. Lo compré en una tienda que ya no existe, esa es otra historia. En el relato del álbum (pues lo tiene y no se ha desvanecido en mi memoria) debo traer la extraordinaria devoción que le tenía A. Vamos a quedar para un café, me dijo. Venía de Madrid y tiraba cada verano como loco a Fuengirola. Hablamos de sus planes de agosto, el cansancio acumulado y la habitual vindicación de las bondades de la cerveza y entreveró (qué hermoso verbo, qué justo siempre) su absoluta adicción a ese disco. Es más: se atrevió a cantar (sin estridencia, como si fuese un poema recitado y una leve música lo acompañara) los primeros minutos de la historia del niño precoz Gerald Bostock, del que no tenía yo más noticia, porque mi inglés de entonces no era espléndido y no tenía ni idea del trastero del disco: cada disco (los buenos, al menos) tienen una narración, Thick as a brick es una novela en sí mismo, una fábula, un cosmos. Avanza el tiempo, como debe ser: cuando hice el servicio militar tuve trato profesional con un sargento, nada extraño en ese de que un cuartel haga que un soldado raso (luego cabo) afincase amistad con un mando. S. era un tipo anodino, salvo cuando empinaba el codo, nada de lo que extrañarse tampoco. Vi cómo apuraba chupitos de Smirnoff en una barra de bar cuando el barco que nos tuvo de maniobras atracó en Málaga y el azar nos hiciera compartir una hora larga previa a embarcarnos y volver al barracón y a la rutina. He aquí, oh lector abrumado por esta confidencia sentimental, cuando el anodino sargento S. arrancó por Anderson y entre bocanadas de Chester y lingotazos de licor de patata y declamó "Really don´t mind if you sit this one out..." en un inglés creo que más que aceptable. No sé qué es de S. ni de R. Sigue Anderson, pero no aquellos de entonces. El tiempo es un bicho cabrón, a poco que uno se para a pensarlo. Hay cosas que no cambian, no obstante. El instante en que comienzan los cuarenta y tantos minutos sigue siendo un vuelco del alma, dejadme que me extreme en las palabras, no hago daño a nadie. Cuando cumplí cincuenta (tenga usté idea de la simbología de la cifra) A. me regaló el vinilo de la foto. Era una edición original, comprada en una tienda de segunda mano, no contaminado por el uso, pero fechado en el legendario 72, lo cual lo hace, sí, Antonio Luis, una joya entre las muchas joyas a las que uno puede acceder, ya sea por improvisada concurrencia de la casualidad o por herencia emocional del glorioso y lírico pasado. El mío, al menos en estas consideraciones, es espléndido. He disfrutado al punto de sentirme dichoso y agradecido de que la vida me conviniese sensible. Es cosa de eso, de la sensibilidad. Hoy, sin ir más lejos, el domingo es más feliz. Todo por una camiseta.