“Thomas Paine, aunque fue cabeza destacada en dos revoluciones y estuvo a punto de ser ahorcado por tratar de promover una tercera, está un poco olvidado en nuestros días. Para nuestros tatarabuelos era una especie de Satán terrenal, un infiel subversivo, rebelde contra su Dios y contra su rey. Se ganó la hostilidad de tres hombres a quienes no se suele relacionar: Pitt, Robespierre y Washington. De éstos, los dos primeros trataron de darle muerte, mientras que el tercero se abstuvo cuidadosamente de tomar medidas para salvar su vida. Pitt y Washington lo odiaban porque era demócrata, Robespierre porque se opuso a la ejecución del rey y al reinado del Terror. Su destino fue siempre ser honrado por la oposición y odiado por los gobiernos”.
Con estas palabras se refiere Bertrand Russell a Thomas Paine, un estadounidense de origen británico (1737-1809) que destacó como pensador político, escritor y activista revolucionario. De humilde origen, hijo de un cuáquero y de una anglicana, recibió una parca educación que se limitaba a saber leer, escribir y las cuatro reglas aritméticas. Pero con mucho esfuerzo autodidacta consiguió adquirir una sólida formación y llegó a ser el más importante revolucionario norteamericano, con ideas muy avanzadas para la época, que batallaban contra el sexismo, la esclavitud, el racismo y la monarquía.
La importancia histórica de Paine, según Russell, consiste en el hecho de que democratizó la prédica democrática. En el siglo XVIII había demócratas entre los franceses e ingleses, entre los filósofos y los ministros inconformistas. Pero todos ellos exponían sus especulaciones políticas de una forma destinada a atraer sólo a los educados. “Paine, aunque su doctrina no era nueva en absoluto, era un innovador en su manera de escribir, sencilla, directa, natural, que podría apreciar cualquier trabajador inteligente. Esto lo hizo peligroso; y cuando añadió la heterodoxia religiosa a sus otros crímenes, los defensores del privilegio aprovecharon la oportunidad para difamarlo”.
Su vida fue siempre azarosa, también en lo que se refiere a los apuros económicos. Trabajó como maestro de escuela y oficial de impuestos persiguiendo a contrabandistas de licores y tabaco. Mientras tanto, ávido lector, iba rellenando las lagunas de su rudimentaria cultura. Su suerte cambió al conocer a Benjamín Franklin, a quien le cayó en gracia y le animó a buscar fortuna en América. Franklin le facilitó cartas de presentación en las que lo describía como un “joven de mérito e ingenio”. Con ellas en el bolsillo, Thomas llegó a Filadelfia en 1774, allí demostró pronto ese ingenio como escritor y consiguió ser director del Pennsylvania Magazine. Publicó después una serie de opúsculos separatistas y polémicos, entre ellos el inflamado Esclavitud africana en América, contra la trata de esclavos.
Al alzarse las Colonias contra la Corona británica, Paine pasaba los días combatiendo y las noches escribiendo manifiestos a favor de la independencia, que se publicaban bajo el título de Sentido común, un folleto impreso que alcanzó la tirada de medio millón de ejemplares.
En diciembre de 1776, en un momento en que el curso de la guerra les era adverso y cundía la desunión entre las tropas independentistas publicó La crisis americana. Este panfleto fue leído por orden de George Washington a todos sus soldados y levantó los ánimos insurgentes, allanando el camino hacia la Declaración de la Independencia, ratificada el 4 de julio de 1776.
Ningún otro escritor era tan leído en América y podía haber ganado bastante dinero con sus escritos. Pero una vez ganada la guerra, aunque ocupó brevemente un cargo en la legislatura, decidió regresar a Inglaterra. Su espíritu inquieto le llevó también hacia la ingeniería, y quería demostrar que era posible construir puentes de hierro de mayor longitud que los existentes hasta entonces. No dejó la política, y para evitar que William Pitt declarara la guerra a Francia volvió a escribir para divulgar entre los británicos la idea de que las guerras sólo acarreaban más impuestos. Luego, en su obra maestra Los derechos del hombre refutó la crítica de Edmund Burke respecto a los derechos naturales. Todo esto le hizo ganarse la animadversión de Pitt, que estuvo a punto de mandarle a la horca, de la que se salvó gracias a que, aconsejado por el poeta William Blake, huyó a Francia horas antes de que fueran a detenerlo.
Una vez en Francia se puso al servicio de esta nueva Revolución, en la que tuvo un papel distinguido. Cuando cayó la Bastilla, Lafayette quiso regalar la llave de la prisión a Washington, e intentó enviarla a través de Paine. Sin embargo, éste seguía interesado en sus puentes de hierro y prefirió quedarse en Francia. Eran tiempos turbulentos y Paine, alineado con los girondinos como su amigo Condorcet, se opuso a la ejecución de Luis XVI, que había apoyado con créditos y naves a la causa estadounidense. Disconforme con toda crueldad gratuita, se declaró abiertamente contra el régimen del Terror. Por lo que fue encarcelado por Robespierre como traidor y extranjero. Se libró por poco de entregar el pescuezo a la guillotina.
Estando en prisión escribió la primera parte de La edad de la Razón (1794 y 1796), obra clásica del librepensamiento anticlerical donde, aunque admite la existencia de Dios, niega el carácter revelado de la Biblia, cuyas contradicciones, brutalidad y crueldad denuncia. Con buena lógica opina que todas las iglesias no son más que invenciones humanas, máquinas de poder que sirven al despotismo y a la avaricia de sus sacerdotes. “Mi iglesia es mi propia mente”, sostuvo Paine. Todo ello le supuso un nuevo contratiempo: ser acusado de ateísmo.
Thomas Paine merece ser considerado como uno de los padres fundadores de la doctrina de los derechos humanos, elaborando una alternativa frente a las deficiencias que observó en la Europa de su tiempo. En Los derechos del hombre fue más allá de la mera retórica de los derechos, al analizar las causas del descontento en la sociedad europea, hostigada por un gobierno arbitrario, una pobreza generalizada y guerras frecuentes y violentas. Paine proporcionó argumentos en favor del republicanismo democrático, combinados con medidas en favor del bienestar, la disminución de la pobreza, pensiones para los ancianos y una educación general para todos. Y sostuvo que esto se debería conseguir mediante el impuesto progresivo. Por tanto, estaba defendiendo derechos que iban mucho más allá de lo que se contemplaba en aquellos años, y que sólo se alcanzarían 150 años más tarde gracias a la adopción de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
También propuso Paine una solución compensatoria de los quebrantos que el avance de la civilización produce a nivel individual. El punto de partida de su razonamiento es que “Siempre es posible ir desde el estado natural al civilizado, pero nunca es posible ir desde el civilizado al natural. La razón es que el hombre en un estado natural, cazando para subsistir, requiere, para procurarse el sustento, abarcar diez veces más cantidad de terreno que el que lo sostiene en un estado civilizado, donde se cultiva la tierra”. Por tanto, cuando un país llega a ser populoso por las ayudas adicionales del cultivo, el arte y la ciencia, “existe una necesidad de preservar las cosas en ese estado; porque sin ello no puede haber sustento para más que, quizá, una décima parte de sus habitantes”.
En consecuencia, para ser coherente con la defensa del progreso sin perjudicar los derechos naturales de las personas, “lo que se debe hacer ahora es remediar los males y preservar los beneficios que han emergido al pasar la sociedad desde el estado natural al llamado civilizado”. Por ello, en Agrarian Justice, defiende un principio civilizatorio tan nítido y evidente como el de que ningún individuo nacido en un estado civilizado debe encontrarse en una situación peor que aquella en la que estaría en caso de haber nacido antes de establecerse la civilización:
Con estos fundamentos, el primer principio de la civilización debía haber sido, y aún debe ser, que la condición de toda persona nacida en el mundo, después de que comienza un estado de civilización, debe no ser peor que si hubiera nacido antes de ese período.
Es una posición sin controversia —dice Paine— que la tierra, en su estado de cultivo natural era, y siempre tendría que seguir siendo, la propiedad común de la especie humana. En ese estado todo hombre habría nacido para la propiedad. Habría sido un propietario colectivo vitalicio, con apoyo en la propiedad del suelo y en todos sus productos naturales, vegetales y animales. Originalmente no podía existir una cosa como como la propiedad de la tierra. “El hombre no creó la tierra y, aunque tenía un derecho natural a ocuparla, no tenía ningún derecho a colocar bajo su propiedad a perpetuidad ninguna parte de ella, ni el Creador de la tierra abrió un registro de terrenos, de donde saliesen los primeros títulos de propiedad”.
Reconoce Paine que el cultivo es uno de los mayores avances naturales jamás hechos por la invención humana. Pero el monopolio territorial que se inició con él ha producido el mayor mal. La propiedad privada de la tierra ha desposeído a más de la mitad de los habitantes de todas las naciones de su herencia natural, sin proporcionarles una indemnización por la apropiación de los bienes libres comunales —caza, pesca, aire, agua, pastos— creando así una clase de pobreza y miseria que antes no existía. De lo que se sigue que cada propietario de terrenos cultivados adeuda a la comunidad una renta del suelo por el terreno que ocupa, renta con la cual propone Paine:
Crear un fondo nacional, del cual se pagará a cada persona, cuando alcance la edad de veintiún años, la suma de quince libras esterlinas, como compensación parcial por la pérdida de su herencia natural causada por la introducción del sistema de propiedad territorial. Y además, la suma de diez libras al año, de por vida, a cada persona actualmente viva de cincuenta años de edad, y a todos los demás cuando alcancen esa edad.
Con la salud muy deteriorada a causa de las privaciones sufridas en la mazmorra, en 1802 Thomas regresó a Estados Unidos, donde de nuevo los apuros económicos le acompañaron en los últimos años de su vida. En 1809, murió en Nueva York en la más absoluta pobreza. Circunstancia que parece un anticipo de lo que sería el desarrollo futuro de la sociedad en los Estados Unidos de América del Norte, una potente y rica nación que hizo bandera de la libertad, despreciando los otros dos principios que componían la trinidad revolucionaria: igualdad y fraternidad.