“Dios no habría alcanzado nunca al gran público sin ayuda del diablo”
(Jean Cocteau)
Los 90, aún sin ser tan absolutamente desechables como algunos creen, supusieron el momento más bajo del comic-book de superhéroes que se recuerda. La forma sobre el fondo, la comercialidad como única meta y una serie de cambios estilísticos que a día de hoy aún siguen provocando tanta sorna como pavor.
Y con esas, los Thunderbolts fueron una colección fresca, deudora del viejo libro de estilo marvelita, y que se instaló en el corazoncito de los fans aún tras la marcha de sus creadores, hasta el punto de convertirse en una de esas series fijas en la parrilla de novedades de cada mes, de alguna forma u otra.
En esa primera década de los dosmiles que tanto me gusta reivindicar como auténtico renacimiento del cómic Marvel para un nuevo público, estaba claro que tarde o temprano los Thunderbolts tenían que tener su gran momento. Y éste llegó de la mano de Warren Ellis, uno de esos escritores a los que el sello Vértigo convirtió en superestrellas y que ayudó a reformular el cómic de superhéroes para el nuevo milenio con The Authority primero y Planetary después: palabras mayores. A los lápices, un Mike Deodato que aún sin parecerme la maravilla que algunos ven ni el paquete con dos manos izquierdas que otros proclaman, sí que me encaja perfectamente en cómics de tono oscuro como el que nos ocupa.
Así, los Thunderbolts se presentaban como un grupo gubernamental surgido de las páginas de Civil War y formado por, como es costumbre en la colección, por supervillanos en busca de redención (lo que viene siendo el concepto del Escuadrón Suicida deceíta, vamos).
La diferencia con otras etapas de la colección es que, en este caso, gran parte de los personajes ni buscan esa redención ni la encontrarían aunque lo quisieran. Y esa es una de las mayores virtudes de los Thunderbolts de Ellis, la ausencia de barniz que maquille las motivaciones de unos personajes que, lejos de ser unos supervillanos en busca de su héroe interior, se muestran como una cuadrilla de hijos de puta (con perdón).
Una de las cosas que me perdí en los 90 fue el regreso de un Osborn al que recordaba muerto desde el número 122 de Amazing Spider-Man (seguro que lo recordais, es un tebeo bastante popular). Y cuando me enteré de que había vuelto, una vez superé mi mezcla de incredulidad y cabreo, anoté su regreso en mi lista imaginaria de tonterías que nunca se tendrían que haber escrito.
Bien, afortunadamente Ellis no sólo supo sacar partido al personaje, sino que lo dotó de un interés que era imposible que tuviese gracias a su locura latente (especialmente visible en su fijación hacia cierto trepamuros) y a su ambigüedad moral. Y de golpe, un personaje que nunca debería haber vuelto a ser escrito es capaz de protagonizar uno de los mejores momentos que recuerdo en la Marvel reciente (allá por el final de la etapa, para más señas). Por supuesto, en la editorial aprovecharían el impulso para convertir al personaje en pieza clave de la Marvel de la época. Pero más allá de Invasiones Secretas, Cónclaves, Reinados Oscuros y Asedios varios, y una vez aceptando que el personaje ya no es exactamente aquel que lanzara a Gwen Stacy al vacío, los Thunderbolts de Ellis son Osborn en la misma medida en que este Osborn es los Thunderbolts de Ellis. Y todo lo demás es redundante.
A día de hoy estos tebeos se han recopilado en un tomo integral por parte de Panini, y esto supone que posiblemente sea sencillo encontrar las grapas a buen precio. Sea de una forma u otra, merece la pena hacerse con un cómic que al que a estas alturas ya podemos considerar sin tapujos como un clásico moderno de Marvel.
O, si se prefiere, como un tebeo de verdad.
Lo es. Vaya si lo es.