Resulta extraño que Antonio Oliver eligiese el adjetivo “cenital” (relativo al cenit, el punto más elevado que alcanza el sol en su carrera) para el bautismo de este libro juvenil. Es verdad que el optimismo preside todas sus páginas (recordemos que el primer verso del tomo es “Declaro abierto el mundo”) y que el entusiasmo guía sus exploraciones temáticas y lingüísticas; pero no es menos cierto que el escritor aún no había cumplido los treinta años, así que le quedaba mucho tiempo para llegar, presuntamente, al cenit pregonado.Sea como fuere, el caso es que modeló un libro prometedor, tejido con breves poemas donde encontramos juegos religioso-matemáticos (“Si eleváramos los corazones al cuadrado”), personalizaciones sorprendentes (“La colina va descalza”), paradojas de inspiración mística (“Cuánta hoguera de escarcha”) y guiños técnicos que el poeta sublima a dimensiones astrales (“¡Cerrad el conmutador de la luna! / ¡Apaguemos el mundo!”).En general, todo el volumen está atravesado por lo que Alfonso Martínez-Mena hubiera llamado “las eternas palomas de la fantasía”, porque Oliver Belmás cuida y acendra la expresión hasta los límites de la miniatura, tanto en la órbita de las metáforas (“La canción de escarcha de los timbres”) como en el ámbito de las adjetivaciones, donde evidencia su cuna vanguardista (“árboles halógenos”, “días tetradínamos”).El autor dice en una página del tomo que un buen poema es siempre una claraboya al sueño. Algunos de este libro, desde luego, lo son.
Resulta extraño que Antonio Oliver eligiese el adjetivo “cenital” (relativo al cenit, el punto más elevado que alcanza el sol en su carrera) para el bautismo de este libro juvenil. Es verdad que el optimismo preside todas sus páginas (recordemos que el primer verso del tomo es “Declaro abierto el mundo”) y que el entusiasmo guía sus exploraciones temáticas y lingüísticas; pero no es menos cierto que el escritor aún no había cumplido los treinta años, así que le quedaba mucho tiempo para llegar, presuntamente, al cenit pregonado.Sea como fuere, el caso es que modeló un libro prometedor, tejido con breves poemas donde encontramos juegos religioso-matemáticos (“Si eleváramos los corazones al cuadrado”), personalizaciones sorprendentes (“La colina va descalza”), paradojas de inspiración mística (“Cuánta hoguera de escarcha”) y guiños técnicos que el poeta sublima a dimensiones astrales (“¡Cerrad el conmutador de la luna! / ¡Apaguemos el mundo!”).En general, todo el volumen está atravesado por lo que Alfonso Martínez-Mena hubiera llamado “las eternas palomas de la fantasía”, porque Oliver Belmás cuida y acendra la expresión hasta los límites de la miniatura, tanto en la órbita de las metáforas (“La canción de escarcha de los timbres”) como en el ámbito de las adjetivaciones, donde evidencia su cuna vanguardista (“árboles halógenos”, “días tetradínamos”).El autor dice en una página del tomo que un buen poema es siempre una claraboya al sueño. Algunos de este libro, desde luego, lo son.