Aquello que la oruga llama el fin del mundo
El resto del mundo lo llama mariposa
Lao tse
El hombre es tiempo, curiosidad y un poco de miedo.
Es mucho más, cierto; pero todo escrito necesita un comienzo, y como frase no está mal.
De niño aprende el habla empujado por el ansia de entender y ser comprendido, con el deseo perentorio de participar de la fascinante magia que son "los otros". Al principio, sólo la madre traduce su confuso balbuceo de hadas; pero muy pronto el niño humano explora, escucha, percibe y se expresa; despierta sus sentidos a la realidad. Los abrazos lo han preparado y conoce sus propios límites, se zambulle en un universo de sonidos e imágenes protegido por la magia de los besos y las caricias; se sabe valorado, importante y único, y está bien pertrechado para iniciar un camino incierto que recorrerá casi siempre solo: su propia vida. Evolucionará después de haber nacido a la luz como ninguna especie lo hace: con la necesidad de deambular por un interminable laberinto de encrucijadas, con el único bagaje de una predisposición genética y, mucho más importante, un entorno social y familiar que lo educa, confiere valores y, si tiene suerte, le facilita comida, calor, seguridad y amor.
Finalmente, decidirá su rumbo en cada cruce, y mientras perdure en él la búsqueda y el asombro, el tiempo y la curiosidad, permanecerá latente en su pecho la vida.
Al principio la herencia cobra protagonismo en forma de instintos, fobias y reflejos que resultaron útiles para la supervivencia de nuestros ancestros. Pero el hombre es un animal capaz de adquirir con esfuerzo y disciplina cualidades insólitas. Cuando un bebé humano nace lo hace "insatisfecho" (del latín in satis factum: no suficientemente hecho). Al cabo de un año el niño resulta un ser sustancialmente distinto. Su cerebro es diferente. Cambia en la sinapsis, lo hace constantemente, y cada día alumbrará a un ser nuevo, hasta casi su final. El momento de su muerte será, entonces, ontológicamente trascendental. Es decir, hay que esperar a la cercanía de la muerte para conocer quien ha llegado a ser en realidad, su verdadero nombre.
No nacemos con un nombre; morimos con él.
Llegará un día en que el niño tome conciencia de su propia muerte, y del hecho de que es responsable no sólo de su presente, sino también de su futuro; buscará atajos y distracciones a este vértigo existencial que lo golpeará durante toda la vida. Un animal transcurre por la vida ajeno a su final, pero el animal humano muere todos sus días, y en algún momento entierra a amigos, padres o hijos. Apartará su miedo en un oscuro almacén que llamamos subconsciente, pero no podrá escapar de la sombra alargada del ciprés.
Es entonces el momento de ponerle nombre, lo dijimos antes; y prestar atención a sus palabras.
En un lugar así, tan civilizado, resolvemos ecuaciones a la vez que sufrimos un miedo infantil a que nos quiten lo mucho que acumulamos. Creamos fronteras para poder cerrarlas, hacemos proselitismo de nuestras certezas y acallamos nuestra conciencia con una ayuda humanitaria compuesta de migajas y condescendencia a partes iguales. Es el vociferante mundo de los “sordos funcionales”, que no distinguen lo que Tienen de lo que Son. Decía el humorista Perich: “¿qué cabe esperar de una sociedad en la que las bicicletas son estáticas y los teléfonos móviles?” Los ancianos ocultan su vergonzante condición en máscaras de bótox, los adultos prostituyen su libertad a cambio de dinero y los niños aprenden a no ser niños.
Nos olvidamos de contar historias y, en consecuencia, la historia se olvida de nosotros.
Disponemos de otra visión, más poética, en la que la metáfora germina verdades.
La sociedad está en crisis, es cierto. En realidad, siempre lo ha estado. En una tablilla de arcilla de la época Sumeria, hace 5.000 años, un padre se lamentaba ya del comportamiento irresponsable de su hijo, y de la juventud en general. Creía que la civilización humana no tenía futuro.
Somos innecesarios y, posiblemente, únicos. Al menos en nuestra galaxia.
Pero mientras dure la senda, mientras Estemos, aparte de pasarlo lo mejor posible, debemos revestir el “tiempo”, el “miedo” y la “curiosidad” de intuición. Y con ello vamos a buscar la perspectiva nueva que nos ofrece, en palabras de Chantal Maillard, “la creación por la metáfora”.
Vamos a sembrar por doquier una semilla del árbol de la curiosidad.
Cuyo fruto, como la estatua del halcón maltés, está hecha de la materia que conforma los sueños.
Antonio Carrillo Tundidor