El escenario está listo, faltarían los actores, el escritor protagonista que emborrona página tras página con líneas desviadas de trazos febriles, casi ilegibles. No nota la frente crispada, los ojos resecos, los músculos de la mano agarrotados. Solo siente el flujo de las palabras en su mente, la desazón de plasmarlas cuanto antes sobre el papel no sea que se volatilicen o se pierdan por el camino. La ruta es un laberinto lleno de recovecos, callejones sin salida, atascos, celadas, puntos muertos. Debe amarrar cada frase, sin perderla ni un instante para evitar que regrese al limbo de las ideas olvidadas y quede enterrada entre las historias que nunca nacieron por no encontrar la puerta hacia la consciencia.
La musa aguarda al otro lado de la ventana cerrada, tras el cristal que ejerce de telón y que contiene el aire de fuera y la inspiración de su aliento. Está preparada. Espera, enganchada en la reja que la retiene prisionera, a que aparezca aquel al que debe revelarle su secreto para poder ser libre de nuevo.