Leí Tiempos difíciles a la luz del flexo en el primer invierno de mi hija, que ahora está en la mitad de los veinte. Me sedujo su literatura pulcra, el modo en que las palabras se iban hilvanando, sin que en ningún momento decayera la impresión de que todas las páginas contenían algo trascendente, alguna circunstancia remarcable, a la que después volver para cerrar una trama o finalizar la obra completa. Es una escritura tan fluida la suya que hace creer que no estemos leyendo, sino que el texto se nos ha impregnado de una manera mágica o secreta, sin que concurse el acto de la lectura. Hay pocos escritores ungidos con este don. Se me ocurre García Márquez o Robert L. Stevenson. Es una literatura gozosa, como tantos, pero a la vez que el goce es a vivir a lo que invitan. No hay mucho trecho entre gozar y vivir, puede colegirse. Ambas disciplinas van juntas, se entienden juntas. Anoche empecé de nuevo Tiempos difíciles. Contrariamente a lo que pueda pensarse, no fue el título, su rotundidad al hilo de estos días duros que padecemos. Me vino su comienzo, que debería tenerse ahora un poco más en cuenta que hace tan solo unos días. Nos acucia la realidad, nos apremia a que la consideremos con severidad, no haciendo liviana ninguna consideración sobre ella. En la vida solo son necesarias las realidades, sanciona el orador con el que Dickens abre la historia. Arrancad de raíz lo demás, añade: siempre se tuvo ese gesto hostil hacia la imaginación, no hay mejor medicina contra la fantasía que la extensión cartesiana de lo real. Afuera, en la libre asociación de ideas, en la creatividad, anida el virus del fracaso, venía a contar el maestro de escuela a sus alumnos. Son tiempos difíciles y difunden de continuo que lo serán más. Seguimos escondidos. Parece una novela de esas distópicas tan de mi gusto, pero la realidad supera a la ficción, no habrá quien lo dude ahora, quizá tampoco antes, antes del advenimiento de la enfermedad y de la sensación de fragilidad que toda enfermedad contrae.