Poder hablar con libertad, con la tranquilidad y seguridad de que podemos hablar sin miedo a ser objeto de censuras, represalias o sanciones por parte de ningún poder público, es patrimonio de la humanidad y uno de sus logos más conspicuos. Pero la libertad de expresión no significa que podamos decir lo que nos dé la gana. Es que la libertad de expresión no está para eso, no está para que los demás tengan que soportar estoicamente nuestras opiniones. La grandeza de la libertad de expresión reside en que, justamente, no impone a los demás otro deber que el de no impedir que hablemos. Pero no podemos obligar a que nos escuchen. El poder público sí que tiene que soportar nuestras palabras, aunque sean injuriosas e insultantes. Pero el poder público no tiene libertad de expresión porque el poder público no tiene “opinión”, pues cuando “opina”, en un Estado democrático de Derecho, esa opinión ”obliga”.
En efecto, asistimos en estos últimos tiempos a un marasmo de declaraciones institucionales más o menos altisonantes y sobre asuntos de lo más variado. Algunos especialmente espinosos como los promovidos por la Campaña de Boicot, Desinversión y Sanciones contra Israel, asumida por numerosos ayuntamientos que han hecho “declaraciones” haciendo suya esa campaña. Y cuando son objeto de controversias judiciales, alegan estas instituciones, y acogen sus señorías en sus sentencias, que están ejerciendo su libertad de expresión. Miren, en esos casos los únicos que ejercen su libertad de expresión especialmente reforzada por la función que desempeñan son los concejales. A estos efectos, sus declaraciones individuales como tales son prácticamente inatacables, y bien está que así sea. Pero un pleno de un ayuntamiento carece de libertad de expresión por muy representante político que sea de la ciudadanía. Los poderes públicos, todos, tienen señaladas funciones (para qué sirven), tienen atribuidas competencias para ejercer esas funciones (lo que pueden hacer), y potestades para ejercer las competencias (cómo lo pueden hacer), y en un Estado democrático de Derecho, esta tríada delimita aquello sobre lo que pueden expresarse y cómo hacerlo (leyes, reglamentos, acuerdos). Claro que en su seno cabe discutir cualquier cosa. Así lo ha dicho el TC muy acertadamente, porque como órganos de representación política debe ser un santuario de libre y plural debate. Pero que esto sea así no significa que el resultado de ese debate pueda formalizarse como nos venga en gana. Las normas que los regulan señalan con claridad cómo deben hacerlo en razón de las funciones, competencias y potestades que ostentan. Así debe ser, porque cuando hablan las instituciones públicas deben hacerlo siendo representativas de todos los ciudadanos, y no sólo de una parte, por muy mayoritaria que sea. Para eso se formaliza el resultado de esos debates en función de sus competencias y potestades, para que lo acordado en su seno no sea la expresión de una simple opinión mayoritaria, sino la norma de todos que a todos nos obliga. Cada vez que una institución representativa hace ese tipo de declaraciones al margen de sus funciones, competencias y potestades, aunque se adopte por unanimidad, no expresan la “opinión” de todos, porque no están ni les hemos puesto ahí para opinar sobre lo que les venga en gana, sino para ejercer unas competencias de acuerdo con sus potestades con el propósito de que ejerzan sus funciones de acuerdo con la ley y la constitución. La opinión no se controla, pero la ley, el reglamento o el acto administrativo sí. Por eso las instituciones tienen que “opinar” de esa forma o no opinar. Así es la Democracia.
Ignacio Villaverde
Catedrático de Derecho Constitucional
Fuente: Acom