La primera en divisarla fue la fragata Santa Catalina, que por ser la más marinera navegaba en cabeza de la flota, y largó los dos cañonazos acordados que nos alertaron a todos cuantos íbamos a bordo. La mar estaba ligeramente rizada, con pequeñas crestas espumosas matizando de blanco el azul profundo del agua. Se veían hermosas las velas de los otros navíos, bien tendidas y desplegadas, inmensas en comparación con los cascos. Al momento, fue la San Jerónimo la que dejó oír sus cañones y, poco después, el grumete que iba en la cofa del árbol mayor de nuestra nao dio el grito de tierra.
–¡Tierra! –repitió−. ¡Por la banda de estribor!
La expectación que había sobre la cubierta estalló en un clamor de júbilo, nos apretábamos las manos y nos abrazábamos unos a otros sin parar mientes en quién, hombre o mujer, marinero o soldado, asomados todos por la borda, subidos a las vergas o trepados a los obenques y flechastes.
Era la víspera de Santa María Magdalena y llevábamos treinta y cinco días navegando, compartiendo una tabla escueta y endeble sobre mil brazas de agua salada, y la alegría al ver la tierra fue general y desbocada. Cómo resplandecían de esperanza los rostros, cómo brillaban aquellos ojos fijos en el azulado perfil que se recortaba entre el cielo y el mar, cómo temblaban las lágrimas, y se derramaban, y abrían surcos en las mejillas sucias. Sin esperar más, el capellán dio gracias a Dios por la merced de la tierra y empezó a cantar un Te deum laudeamus que acompañamos todos, puestos de rodillas, entonando o desafinando, agradecidos al fin por la buena fortuna de seguir vivos y animados de grandes ilusiones y muchos anhelos.