«Tierra de nadie» es un puzzle sin resolver. Al menos yo no he sabido resolverlo, ni he logrado averiguar cuánto hay de onírico y cuánto de real en la relación entre los cuatro personajes que habitan esa inquietante habitación donde el alcohol y la poesía se adueña de sus paredes. «Tierra de nadie» es una borrachera: lúcida, lenguaraz, excesiva, vaporosa, dulce, embriagadora, desafiante, melancólica, absurda, divertida, brillante, tambaleante... Todo eso está en el críptico y enigmático texto, magníficamente traducido por Joan Sellent. Hay que dejarse envolver por esa borrachera de palabras, una catarata seductora y colorista, y por el magnetismo casi beckettiano (a mí los personajes me recordaban en cierto modo a Vladimir y Estragón, de «Esperando a Godot») de sus cuatro protagonistas, capaces de iluminar con sus sentencias la oscuridad del discurso.
Xavier Albertí, que explicó en la presentación antes citada su propuesta con claridad de catedrático, dibuja un espectáculo sencillo donde rezuman los vapores del alcohol que beben sus personajes, y abre las puertas a los actores para que estos se adueñen de la escena sin obstáculos. «Tierra de nadie» solo se puede poner en pie si se cuenta con dos actores mayúsculos (en Nueva York la interpretan actualmente Patrick Stewart e Ian McKellen), y la producción del Matadero cuenta con ellos. Especialmente Lluis Homar, un actor argénteo, que camina con eficaz equilibrio por la cuerda floja de su patético y al tiempo deslumbrante personaje. El de Josep Maria Pou es mucho más oscuro y apagado; el autor catalán lo llena de clase, de distinción y de sentido. Y los dos están maravillosamente secundados por David Selvas y Ramón Pujol.
Lo dijeron también los actores y el director en la presentación: «Tierra de nadie» es, por encima de todo, una singular y magnífica experiencia teatral.