Feliz cumpleaños, Michael Irvin. Esta es una forma en la que recuerdo a un grande que portó la estrella solitaria en el casco.
Puedes hacer muchas cosas en la vida. No puedes apuñalar a un compañero de equipo con unas tijeras.
-Kevin Smith, Cornerback de los Cowboys
Michael Irvin sabía que estaba jodido.
Ahí, colgando en su mano derecha, estaban un par de tijeras plateadas, pequeños trozos de carne despedazada revestían las puntas. Ahí, aclarando su garganta, estaba Everett McIver, una mole de 6 piés 5 pulgadas y 318 libras, con sangre exudando de una herida de 2 pulgadas en su cuello. Ahí, parados a su lado, estaban sus compañeros de equipo Erik Williams, Leon Lett y Kevin Smith, atónitos ante lo que acababan de ver.
Por fin había terminado. Todo había terminado. Los Super Bowls. Los Pro Bowls. Los patrocinios. Las adulaciones. La dinastía.
Demonios, LA dinastía.
El más grande receptor en la historia de los Dallas Cowboys, un hombre que ganó tres Super Bowls; que apareció en cinco Pro Bowls; cuyo deslumbrante estilo de juego y brillante personalidad le habían valido el ganarse una legión de seguidores, sabía que iría a prisión por un largo tiempo. Dos años si tenía suerte, máximo veinte.
¿Fue esta la primera vez que Irvin había hecho uso de un juicio soporífero? Difícilmente. A lo largo de su vida, el hombre conocido como The Playmaker había convertido el romper las reglas en su hobby. En su primer año en la Universidad de Miami, catorce años antes, Irvin golpeó en la cabeza a un liniero de cuarto año cuando éste se metió enfrente de él en la fila de la cafetería. En 1991, se dice que le rompió la dentadura y le abrió el labio inferior a un referee con cuya marcación no estuvo de acuerdo durante un partido de basketball de beneficencia. Dos veces, en 1990 y ’95, Irvin fue demandado por mujeres que insistían que tenían hijos suyos fuera del matrimonio. En 1993 fue confrontado por la policía por hacerse de palabras con el dependiente de una tienda de conveniencia, cuando no le quiso vender una botella de vino a su hermano Derrick de 18 años. Cuando Gene Upshaw visitó el minicamp de los Cowboys ese mismo mes para explicar un poco popular acuerdo contractual, Irvin le dio la bienvenida al Jefe del Sindicato de la NFL primero gritándole obscenidades y después bajándose los pantalones y mostrándole el trasero.
El más famoso fue el incidente en un hotel de Dallas el 4 de marzo de 1996, un día antes de su cumpleaños 30, cuando la policía encontró al Playmaker y su excompañero de equipo Alfredo Roberts con dos strippers, 10.3 gramos de cocaína, más de una onza de mariguana, parafernalia de drogas y juguetes sexuales. Irvin, quién saludo a uno de los oficiales con la frase “Hey, puedo decirle quién soy?”, después no presentó disputa ante el delito de posesión de drogas y recibió una suspensión de cinco partidos, ochocientas horas de servicio comunitario y cuatro años de libertad condicional.
Pero apuñalar a McIver en el cuello, eso fue diferente. A lo largo de la letanía de sus torpes actos, Irvin nunca, ni una sola vez, lastimó a un compañero de equipo de manera deliberada. ¿Amaba inhalar cocaína? Sí. ¿Amaba los shows de sexo entre lesbianas? Sí. ¿Amaba acostarse con dos, tres, cuatro, cinco (sí, cinco) mujeres a la vez en orgías coreografiadas de manera precisa? Sí. ¿Amaba los clubs de strippers y los servicios a domicilio de prostitutas con nombres como Bambi, Cherry y Saucy? Sí, sí, sí.
¿Era leal a su equipo de football? Innegablemente.
Durante el reinado de los Cowboys en los 90’s, que comenzó con un risible 1-15 en la temporada 1989 y resultó en tres victorias de Super Bowls en cuatro años, nadie fue un mejor compañero de equipo, así como un mejor ejemplo a seguir, que Michael Irvin. Él era el primero en el campo de entrenamiento en la mañana y el último en irse en la noche. Usaba peso sobre sus hombreras para ejercitar sus músculos y se rehusaba a dejar las instalaciones antes de atrapar cincuenta pases de manera consecutiva. Doce años después del hecho, un quarterback no seleccionado en el Draft llamado Scott Septimphelter todavía recuerda a Irvin rogándole que le lanzara pases en la trayectoria de slant después del entrenamiento en un día de más de 35° C en 1995. “A la mitad del drill Mike literalmente se vomitó encima mientras corría la ruta” dijo Septimphelter. “La mayoría de los muchachos hubiera recargado sus manos en las rodillas, dicho al diablo y terminado el día. Michael no. Regresó al punto de partida, corrió otra ruta y atrapó el balón.”
Ese era Irvin. Determinado. Motivado. Un carro a 100 mph en un camino de 50 mph. Con chorros de vómito goteando de su jersey.
Siguiendo el liderazgo de su receptor estrella, los jugadores de los Cowboys y sus coaches practicaban más, se ajetreaban más y hacían más de todo que el resto de los equipos de la NFL. Seguro, los Cowboys de los 90’s tenían muchísimo talento – desde el QB Troy Aikman y el RB Emmith Smith, hasta los backs defensivos Deion Sanders y Darren Woodson – pero era la incomparable intensidad lo que hacía especial a Dallas. Durante los drills, si Irvin veía a un compañero de equipo aflojar el paso, de inmediato lo reprendía diciéndole “¡No seas un maldito marica! ¡Sé un soldado! ¡Sé mi soldado! Retaba a los defensive backs a elevar su nivel de juego al máximo. “¡Ven y cúbreme a mí, perra!” les decía a Sanders o Kevin Smith para provocarlos “¡Vamos, perra! ¡Vamos perra!” Cuando la jugada terminaba, les daba una palmada en el trasero y les decía “buen trabajo, hermano. Ahora hazlo de nuevo.” Irvin fue la razón principal por la que los Cowboys ganaron el Super Bowl en 1992, ’93 y ’95, y todos en el equipo lo sabían. “El tipo simplemente nunca se detenía,” dijo Hubbard Alexander, el coach de receptores del Dallas. “Lo único que le importaba era ganar.”
Y aún así, ahí estaba Michael Irvin el 29 de julio de 1998, comenzando desde un nuevo punto más bajo. Las tijeras. La piel. La sangre. Su compañero de equipo con nauseas. Esa mañana un barbero de Dallas llamado Vinny había hecho el viaje de dos horas y media en carro a la Universidad de Midwestern State en Wichita Falls, Texas, sede del training camp del equipo. Instaló una silla dentro de una habitación del primer piso en el dormitorio de los Cowboys, sacó las tijeras y las máquinas y comenzó a cortar, una cabeza del tamaño de un refrigerador tras otra.
Después de un defensive back llamado Charlie Williams terminó con su corte, McIver saltó a la silla. Era su turno.
A pesar de que sólo los seguidores más asiduos del equipo habían escuchado sobre él, Everett McIver no era ningún novato. Ni en el football y ciertamente tampoco en la vida.
En 1993 los San Diego Chargers firmaron a McIver como novato agente libre. Fue cortado algunos meses después, contratado por Dallas y colocado en equipo de prácticas. De agosto a diciembre Mciver fue un bulto novato, forzado a cantar su canción de guerra y recoger los sándwiches de sus compañeros llamando “señor” a los veteranos, o como ellos desearan.
Muchos de los veteranos, como Irvin, Charles Haley y Nate Newton, tachaban a McIver de ser un jugador marginal e insignificante.
Sin embargo, tras un comienzo difícil, la carrera de McIver despegó. Se unió a los Jets en 1994 y después pasó dos productivos años en Miami. Con los Cowboys batallando contra una línea ofensiva que estaba envejeciendo y que constantemente se lesionaba, el propietario del equipo, Jerry Jones, le ofreció a McIver un contrato de cinco años y $9.5 millones de dólares. El liniero había dejado Dallas y cinco años después estaba de vuelta como una posible piedra angular. “Estamos encantados de que esté aquí” Dijo Jones en el momento.
Michael Irvin, sin embargo, no estaba encantado. En lo que a él respectaba Everett McIver era el mismo don nadie de antes. Se trataba de un curita para una franquicia en busca de un desfibrilador.
Más importante, los Cowboys, constantemente ganadores en el campo, habían perdido completamente el camino. Bebidas. Drogas. Strippers. Prostitutas.Orgías. Noches de desvelo y entrenamientos con resaca. Algunos como Irvin podían sumergirse en ese estilo de vida y aún así llegar al Texas Stadium al cien por ciento listos para jugar los domingos. Muchos no podían. Los Cowboys eran torpes, aletargados, embotados y claramente ausentes de…algo.
Para alguien hipercompetitivo como Irvin, perder era demasiado. El hombre que le profesaba devoción al juego se había amargado. Estaba completamente consciente de que estos Cowboys no eran sus Cowboys. De tal modo que cuando Irvin entró a la habitación y vio a McIver en la silla del barbero, algo atravesó su interior.
“¡Antigüedad!” Ladró Irvin.
McIver no cedió.
“¡Antigüedad!” Volvió a gritar Irvin. “¡Antigüedad, antigüedad! ¡Vago, lárgate de mi silla!”
“Amigo,” dijo McIver “Casi termino. Sólo dame unos minutos más.”
¿En realidad Everett McIver le estaba dirigiendo la palabra a Irvin? ¿Le estaba hablando así?
“Vinny, quita a este hijo de puta de la silla,” Irvin le ordenó al barbero. “Dile a su triste culo que espere su puto turno. O yo recibo mi corte de pelo ahora, o nadie lo hace.”
Parado a unos pasos estaba Erik Williams, compañero de línea de McIver. “Oye E,” le dijo a McIver “no te atrevas a levantarte de esa silla. No eres un maldito novato. ¡Él no puede decirte qué hacer!”
Consciente del peligro, el barbero se alejó de la cabeza de McIver, quien se levantó y empujó a Irvin en el pecho. Irvin lo empujó de vuelta. McIver lo empujó aún más fuerte y después lo arrojó contra una pared. Kevin Smith sólo gritó “Leon haz algo”. Lett, el enorme liniero defensivo trató de separarlos. No funcionó.
El último golpe a la harmonía fue cuando McIver cerró su puño derecho y golpeó a Irvin en la boca. “Simplemente perdí la cabeza,” dijo Irvin, quien agarró un par de tijeras, echó para atrás el brazo y acuchilló a McIver en el cuello. El movimiento no fue suave ni hábil, fue áspero como una cierra cortando fieltro. La punta de las tijeras rasgó la piel de McIver justo arriba de la clavícula y a unas pulgadas de la arteria carótida. McIver soltó un grito de horror.
“La sangre de inmediato empezó a salir por todos lados en la habitación,” dijo Smith. “Y todos estamos pensando exactamente lo mismo: Oh, mierda.”
Por un momento, tan breve como un suspiro, hubo silencio. ¿Acaso Michael Irvin, el alma de los Cowboys, acaba de apuñalar a un hombre – su compañero de equipo – en el cuello? ¿Era esto en lo que se habían convertido los una vez poderosos Cowboys? ¿Tan bajo se había hundido Michael Irvin?
Luego la locura. El staff médico de los Cowboys entró como rayo a la habitación pasando de largo a un estupefacto Irvin para atender de inmediato a McIver. Mientras su ensangrentado compañero era atendido, ninguno de los Cowboys que permanecía ahí conocía la gravedad del daño. ¿Estaba McIver en condiciones críticas? ¿Viviría?
De cualquier manera, todos en la habitación tenían que tener entendido que esto había sido algo más que sólo una pelea. Los célebres Dallas Cowboys de los 90’s, la organización de orgullo, honor y éxito; la organización cuyos jugadores nunca se atreverían a dañarse entre sí; la organización que dominó el football profesional, estaba muerta y enterrada.
¿Cómo es posible haber llegado a esto?
Este texto fue extraído, traducido y adaptado por Luis Obregón del libro “Boys will be boys. The glory days and party nights of the Dallas Cowboys Dynasty”, escrito por Jeff Pearlman.