Lo que nos muestra Sissako desde los primeros minutos de esta magistral película es la llegada de unos extraños a un lugar que, si bien no resulta ser el paraíso en la Tierra, sigue manteniendo las alegrías primordiales que dan sabor a la existencia humana. Un ejemplo es la familia de Kidane, que vive a las afueras de la ciudad, viviendo un tanto al margen de la nueva realidad, aunque al final no puedan evitar un encontronazo con los que se acaban de proclamar dueños de Tombuctú. Y no serán los únicos. Si algo nos deja claro Timbuktu, es que las principales víctimas del terror islámico son los habitantes de aquellos países, que deben dotarse de unos niveles de paciencia y aguante para sobrevivir, difílmente concebibles por nosotros. Por cada zarpazo de estos iluminados a occidente, ellos reciben cien. Por eso lo primero que hacen los militantes de Ansar Dine a su llegada es recorrer las calles con un megáfono, proclamando que ellos son guerreros de la yihad y dando a conocer las rigurosas leyes que van a ser de aplicación a partir de ahora, como la obligación por parte de las mujeres de llevar guantes o la prohibición de jugar al fútbol o de tocar música.
Lo más grave es que esta gente cree estar practicando la más perfecta de las virtudes amargándole la vida a los demás. En otras circunstancias serían considerados unos payasos y nadie les haría el menor caso, pero por desgracia tienen la costumbre de sustentar sus razones con la exhibición permanente de sus fusiles. La única resistencia posible - muy tibia, eso sí - es tratar de vencerles en su terreno, en el de la discusión teológica. Y eso solo puede hacerlo el imán de Tombuctú, un hombre que practica una versión mucho más tolerante y flexible del islam. Aún así, es muy difícil hacer que un iluminado siga otro camino que el marcado por su secta. Enseñorearse de una ciudad, sentirse importante y provocar miedo en los demás son sensaciones a las que difícilmente se puede renunciar. Es la droga del poder otorgada a unos muchachos que seguramente hasta hace poco eran unos parias en su tierra.
Con su película Sissako pone de manifiesto una de las características más peligrosas de las religiones: cuando las palabras de cualquier libro considerado sagrado pueden utilizarse para justificar cualquier barbaridad: latigazos, lapidaciones, destrucción del patrimonio cultural y prohibiciones absurdas. Mientras el espectador se estremece con la visión de un horror que solo atisba de vez cuando durante algunos minutos en el telediario y es capaz de identificarse con el sufrimiento kafkiano de los habitantes de la hermosa ciudad de la República de Mali, el director le ofrece también dos hermosos regalos: la fotografía preciosa de un paisaje único en el mundo y algunos momentos en los que la una música realmente mágica, aún más valiosa por estar prohibida, se adueña de la pantalla. Todavía existen muchos lugares en este planeta en los que se puede ser rebelde tocando una melodía o jugando un partido de fútbol sin balón. La película de Sissako ayuda a que los occidentales seamos conscientes de la inmensa suerte que tenemos al haber nacido a este lado del Mediterráneo y a concienciarnos de lo frágiles que resultan estas libertades que damos por hechas todos los días.