Hay determinadas obras cuya publicación conlleva un arriesgado movimiento editorial, máxime en nuestro país, donde la cantidad de cómics que se mueve no es ni un tercio de lo que se pueda mover en Manhattan. Es por ello que, generalmente, estas obras vienen editados en rústica con precios de dos cifras – sin contar los céntimos – y revestidas de sabihondez gafapastil.
Son cómics tan underground que ni tan siquiera Dugtrio ha oído hablar de ellos, y la sobrevaloración a la que son sometidos no hace sino incrementar el estatus de burgués al que pertenece su comprado, un posturitas más que pretende estar a la vanguardia de todo, capaz de tirar una discografía entera cuando escucha una de esas canciones por la radio.
Éste es el público objetivo de Flujo. Predilección por Tina. El hipster, el que lleva gafas de pasta sin cristales, se ha separado los dientes y escribe guiones en su portátil Mac mientras bebé café del Starbucks gracias a la paga de mami y papi, porque trabajar y tener personalidad es demasiado mainstream.
No hace falta ser especialmente avispado para darse cuenta de ellos cuando ojeamos el cómic – perdón, tebeo, ellos prefieren llamarlo tebeo -, y leerlo no es sino la confirmación de la gafapastada en la que nos hemos metido. Un dibujo de trazo irregular, asfixiante, lleno de rallas y líneas trémulas, exagerando todo aspecto grotesco que se pueda encontrar en la cotidianidad de cualquier vida, despreciando cualquier aspecto que sea demasiado común en la vida real, presentado en tinta azul o roja, según la situación.
Esta dualidad de tintas puede parecer un recurso de lo más ingenioso, una mirada detallada al engranaje editorial sirve para constatar que no es sino una treta más para incrementar el precio del producto, pues la historia no se vería en absoluto diezmada si se hubiese publicado en puro y barato blanco y negro.