Ojalá pudiéramos detenernos a improvisar sobre los versos que Góngora ponía en boca de un canario enjaulado que había en mi casa, o sobre la conjugación de la rosa y su espinar en gerundio, o sobre los enjambres febriles que atiborran las colmenas del transporte público sin apenas dejar mieles, o sobre las cinco patas de un camello que le apareció, sin saber cómo, a un cuentista en una plaza de Tánger. Ojalá pudiéramos plasmar el arrebato fluyente de una imaginación sin tantanes que, desde cualquier esquina, nos marcan el ritmo y la gravedad de sus voces. ¿No notan que la música de la realidad, en estos días más que en otros, son jadeos de la tierra, cansada de soportar tanto imbécil? Maldigo la hora en la que la poesía tiene que agarrar sus armas y sus caballos, y con sus soldados cabalgar en busca de un campo de hedores resplandecientes. No es en absoluto su hogar, pero ha de salir a defender el paisaje; la llanura que es la decencia, el bosque que es la pasión, el océano que es la profundidad, el horizonte que es la utopía, el alba que es la consciencia, el crepúsculo que es el modo de oración de cada día, las montañas que son las almas, y la belleza, la invasiva belleza que pone el aire sobre toda la materia y sobre todos los fondos. Nos están conquistando la plaza, están poniendo sus picas y sus defecaciones en los huecos que habíamos dejado para el adorno. No hay descanso, pues. No se pueden rendir las plumas ni arrodillar los versos, ni ¡maldita sea! mirar lo que la vista alcanza sin el tropiezo de una fealdad a cada paso, a cada tramo. Se nos están llenando las aceras, los parques, los pupitres, las tribunas, los papeles, las azoteas, las alcantarillas, las orejas, los viajes, las oficinas, los ojos y los bolsillos, se nos están llenando, digo, de neutrales. “Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse”, dijo Gabriel Celaya.
Ningún bueno, en el buen sentido, deja en su caminar su condición de poeta. Los hay de toda clase de sencillez o, lo que es idéntico, de humanidad. Los hay que escriben con la misma mano que cuidan, los que escriben mientras escuchan, los que escriben mientras enseñan, los que escriben poesía cuando arriban la persiana de su tienda, los que cumplen, los que abrazan, los que no se arredran… Pues nada le es ajeno a la poesía que no provenga de la belleza de ser humano. ¡Somos casi todos! Y tenemos a punta de lengua, a punta de palabra y a punta de poema, el trazo dispuesto a surcar un renglón tras otro en el que ir sembrando las rimas y las medidas, al tiempo que señalando las malas yerbas. Ya no hay tiempo que perder, no me asusta decirlo, el silencio ya no es inocente, ni la indolencia es encubridora. No existe una trinchera intermedia, no hay árbitros, no hay tierras de nadie, no hay templanzas. Hay que detener la fealdad y la fetidez, la insolencia de los vacíos y la tibieza de los bobos. Por suerte han salido de sus madrigueras y se lucen en abierto, con sus bocas abiertas y sus odios abiertos y sus tripas en la mano y son reconocibles y están ahí y yo sé quiénes son y tú también sabes quiénes son. Hay que sacar los cañones de flores, los escuadrones de mariposas, las legiones de música, los tanques de colores, las metralletas de besos, las alambradas de manos, los acorazados de fruta, los fusiles de razón y tirar a dar, siempre tirar a dar y no fallar ni una.