“Elisa K. ha aceptado tu solicitud de amistad”. Amelia Stockton - en realidad, Hans W.- sonríe, se atusa la barba y, sin dudarlo, empieza a fisgar en el muro de esta mujer a la que observa desde hace tiempo, la respiración contenida, el cuerpo tenso, tras la mirilla de la puerta de enfrente. Empezaba a aburrirse de apuntar en su gastada y diminuta libreta gris, con la obsesiva meticulosidad de un notario, las horas de salida y de llegada a casa de esta vecina triste, tan sola, a la que hoy tiene un poco más en su poder.
“Elisa K. ha aceptado tu solicitud de amistad”. Amelia Stockton - en realidad, Hans W.- sonríe, se atusa la barba y, sin dudarlo, empieza a fisgar en el muro de esta mujer a la que observa desde hace tiempo, la respiración contenida, el cuerpo tenso, tras la mirilla de la puerta de enfrente. Empezaba a aburrirse de apuntar en su gastada y diminuta libreta gris, con la obsesiva meticulosidad de un notario, las horas de salida y de llegada a casa de esta vecina triste, tan sola, a la que hoy tiene un poco más en su poder.