En los catorce meses y medio que lleva Italia en guerra no se habían percibido nunca en el ambiente señales de abatimiento; ni cuando los reveses de Abisinia, ni cuando el bombardeo de Génova, ni en los durísimos meses del pasado invierno, antes de la derrota griega, ni cuando han sido más reiteradas las incursiones enemigas en los cielos de Nápoles y Sicilia. Todo se llevaba con una resignación serena hija del sentimiento del deber y de la fe inquebrantable. Sólo en estos últimos veinte días se ha advertido en el aire una vaga sensación de tristeza pesada, como si un velo impalpable y sombrío quisiera oscurecer la claridad luminosa de las jornadas estivales.
Desde que cayó como un rayo el aeroplano que pilotaba Bruno Mussolini, desde que sobrecogió, voceada de pronto por la radio, la horrible nueva en que nadie quería creer, desde que los particulares del suceso le dieron relieve de realidad inexorable. Sorpresa que se hizo susto, susto que se hizo consternación, consternación que se fue extendiendo como mancha de aceite de un dolor incontenible. Temblaron todos por el Duce cuando supieron que había acudido en un vuelo de aeroplano al lado del hijo muerto. Nadie lo dijo, pero todos lo pensaron. ¡Qué temeridad! Nadie se acordó del adagio de que un rayo no vuelve a caer en el mismo sitio, pero tampoco el Duce se acordaba, porque no pensó en el peligro: había muerto un soldado —el más amado de los suyos— y como un soldado acudía sin pensar más que en la rapidez a que le obligaba el galope desenfrenado de su corazón.
Otra vez, pocos días ha, la inquietud del pueblo siguió al Duce cuando volvía de Rímini, siempre por el aire, como si quisiera desafiar a los vientos contrarios de su destino. Después, las pantallas de los cines han reproducido el entierro, se ha visto pasar el ataúd del héroe por los andenes de Florencia y Bolonia y llegar al abrigo de su tierra natal en el pueblo de Predappio, por entre un bosque humano de brazos levantados y de manos abiertas en despedida postrera y en augurio de paz definitiva. Y allí, a la cabeza del cortejo, entre veladas siluetas temblorosas de sollozos, allí el padre, el Duce, también él con el brazo extendido, sin otra manifestación que reclamase para sí un privilegio de dolor.
La multitud hubiera querido gritar, entonces más que nunca, ¡Duce, Duce, Duce!, pero todo se ahogaba en un mar de pena sin palabras, y en el silencio augusto escuchábase el vaivén de los suspiros que iban haciendo sostén y camino de aire para la mariposa del alma, que volaba a mejor cielo. La visión se ha repetido muchas veces en estos días, pero ha sido precisamente la presencia del Duce, cuyo mentón voluntarioso y fuerte hemos visto temblar por primera vez mientras le rebrillaba en los ojos sin caer el agua de su llanto y del diamante de su voluntad, quien ha transmitido otra vez a su pueblo la resignación, la serenidad y la fe, diciendo con su actitud lo que no decían sus labios, la sentencia moral de Tito Livio: "Et facere et pati fortia romaaum est." (Actuar y sufrir con valentía es el atributo de un romano).
De esto y casi de nada más se ha venido hablando en Roma estos días. Pero ahora, cuando la realidad dolorosa de Bruno Mussolini desaparecido —paradójica realidad de lo que ya no existe— se hace pretérito de recuerdo y también futuro de gloria, la noticia de la intervención de los italianos en Ucrania, intrépidos y punteros, señalados con elogio por todos los aliados, devuelve la alegría a los ánimos exaltados por la fe en la derrota del coloso de los pies de arcilla, como llamó Diderot a Rusia.
Viva Bruno Mussolini!Viva l’Italia!