Una noche de primavera de 1952, su amigo Tony Smith, que vivía a cientos de kilómetros de Nueva York, donde Pollock residía, recibió una llamada telefónica de éste que en seguida adquirió tintes truculentos:
–Me voy a suicidar –anunció el pintor a su amigo.
–Aguanta, voy para allá –le contestó éste, que acto seguido, y en plena noche, empezó a recorrer en coche la distancia hasta Nueva York. Después de cinco horas, y tras entrar en la casa de Pollock, observó que éste estaba borracho, algo habitual, colérico, nada extraño, pero blandiendo un gran cuchillo y con una persistencia especial en su anormal comportamiento. El cuchillo lo agitaba alternativamente contra su mujer, Lee Krasner, acurrucada detrás de la cama y muerta de miedo, y contra sí mismo, y maldecía al mundo a gritos. Llevaba siete horas en esa actitud.
Smith, poco a poco, se fue acercando a él. Sabía que no podía hacer alusiones directas a su estado sugiriéndole que ya había bebido demasiado, porque el efecto sería el contrario del deseado. Así que empezó a hablar con él de arte. Pollock se fue calmando. Dejó el cuchillo y cogió un cigarrillo y la botella de whisky. Para conseguir que acabara de “salir de sí mismo”, Smith le propuso hacer un cuadro juntos allí mismo.
Son famosos los estados de trance por los que atravesaba Pollock cuando pintaba. Arrojaba sobre el lienzo, apoyado en el suelo, el contenido de los tubos de pintura, y con un palo, una espátula u otro instrumento, generaba de forma impetuosa trayectos sinuosos, retorcidos o quebrados para los grumos de pintura depositados. Después de que Smith hubiera extendido su primera porción de pintura naranja y Pollock la correspondiente de pintura negra, la mezclaron. “Parece vómito”, murmuró el primero. “Comparado con Pollock –había dicho un crítico de arte–, Picasso resulta un tranquilo conformista, un pintor del pasado”. Sin embargo, no tenía destreza como pintor. Siendo niño no había mostrado ninguna inclinación por el dibujo o la pintura y, más aún, ningún talento.
Por la mañana, Smith y la mujer de Pollock llevaron a éste, que había quedado inconsciente, a una silla, en la que descansó. En los seis meses siguientes, el alcoholizado pintor volvió a repasar una y otra vez aquel cuadro que habían empezado los dos amigos, y que acabó titulando “Postes azules”. Veinte años después de aquella noche y dieciséis después de la muerte de Pollock, ese mismo cuadro se vendió por dos millones de dólares al Gobierno australiano. Lo que empezó como improvisada desviación de un impulso cuasi criminal en una noche de desenfrenada borrachera, acabó siendo el cuadro más cotizado de la historia de Estados Unidos. Ni siquiera Picasso, por entonces, había superado nunca el millón.
Aparentemente quedaría, con lo relatado, suficientemente explicado, en primera instancia al menos, el título de este artículo que de inicio pudiera haber resultado un tanto críptico. Para abundar en esa manera de valorar el arte, podríamos también traer a colación la tremebunda exposición de las esencias del surrealismo realizada por André Breton, y que, aunque hemos transcrito en los últimos artículos, volvemos a recordar: “El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud”. Ya antes, Degas –¡Edgar Degas: el pintor de los gestos delicados y casi ingrávidos!– había afirmado: “Una pintura requiere tanta astucia, picardía y maldad como la comisión de un delito”, y al artista neófito le recomendaba que fuese “taimado”. El fauvista, y en su juventud revolucionario, Maurice de Vlamink, del que también hemos hablado en otra ocasión, dijo asimismo: “Lo que habría conseguido tirando una bomba –lo cual me habría llevado al patíbulo– intenté hacerlo en el arte, pintando, usando colores de la mayor pureza. Así satisfice mi deseo de destruir las viejas convenciones, de desobedecer”. El propio Miró anunció: “Quiero asesinar la pintura”.
Estamos hablando, pues, tan sólo de un impulso, de algo que no traspasa los límites de la imaginación, y que, en principio, sólo a la hora de traducirse en términos artísticos pasa a tener consecuencias prácticas. Sin embargo, la dramática formulación de aquello en que consiste la obra artística, según la dejó expuesta Adorno, no sería la única posible. Ciertamente, la genuina función del arte es la de empujar hacia la ruptura con la estricta realidad: son las insuficiencias de ésta la cósmica hornacina que el hipotético gestor del universo habría previsto para que en ella cupiera la actividad del artista. Y, efectivamente, esa confrontación con lo real puede discurrir por cauces que otros espíritus más atrabiliarios hubieran podido hacer desembocar en el crimen. Pero habríamos de poder prever que el genuino impulso artístico debería estar destinado a empujar virtualmente a la realidad hacia órbitas más sublimes y elevadas, no hacia propuestas destructivas (deconstructivas, según un vocabulario más actual) o degenerativas que vinieran, efectivamente, a ser como imaginarias anticipaciones de un crimen.
Y ya desde aquí, para finalizar, tracemos un bucle dialéctico que nos devuelva a nuestras reflexiones metaartísticas: el que nos permita discurrir desde las perspectivas que llevan al artista de vanguardia a construir (deconstruir) su arte hasta las formas de barbarie que, hoy como ayer, tienen su fuente en los intentos de reducir la realidad a sus términos más simples (más individualizadores), desalojándola de cualquier tipo de ideal vertebrador, de cualquier sostén moral o espiritual que pretenda añadir a los datos de la experiencia la fuerza organizadora del sentido. Concluyamos: el artista de vanguardia y los nuevos bárbaros mantienen, pues, una misma perspectiva, la que les empuja a ver la realidad como un simple hito en el camino que conduce hacia el caos. Afortunadamente, el de ese artista es sólo un caos imaginado, un crimen no cometido. Pero tampoco debemos olvidar lo que auténticamente es la realidad: un anticipo de lo que tiene previsto la imaginación.