La respuesta es clara: su antiimperialismo, cultivado y ejercido hasta el último minuto de su vida.
Fidel, que no negó –ni magnificó- el papel de EEUU en la derrota del nazismo, fue de los pocos dirigentes mundiales que, durante décadas, siguió denunciando la barbarie de Hiroshima y Nagasaki.
O quién articuló la protesta contra el genocidio estadounidense en Corea y en Vietnam.
Fidel dirigió el combate militar contra el apartheid en Sudáfrica, régimen sostenido por EEUU y Reino Unido. Y apoyó la lucha armada contra los gobiernos pronorteamericanos más represivos y sanguinarios de América Latina y el Caribe.
Fidel fustigó en todo evento internacional la existencia de bases militares estadounidenses, hoy más 800 en 150 estados. Incluida la existente, contra la voluntad del pueblo cubano, en el territorio robado de la Bahía de Guantánamo.
Por todo esto. Y porque afectó los intereses del capital estadounidense en la Isla. Y porque, además, se empeñó en construir el socialismo en las mismas narices del Imperio, fue tan odiado. Por ese Imperio y por los medios de comunicación que, hoy, en todo el mundo, le siguen sirviendo de altavoces de propaganda y censores de sus crímenes.
Por eso mismo, hoy, para millones de personas, en China, Venezuela, Vietnam, Angola o Timor, si hay una figura política que merezca estatuas y plazas esa es... Fidel Castro.
Sin embargo, su decisión –convertida ya en ley- fue contundente al rechazar cualquier culto presente o futuro a su personalidad. Porque Fidel, fiel a sus ideas, lo fue también al maestro de las mismas, José Martí, quien dijera que “toda la gloria del mundo cabe… en un grano de maíz”.
Cubainformación TV – Basado en un texto de Arnold August - Prensa Latina