Antes de esto, en el pueblo han sido posibles biografías tan sorprendentes como la de Manuel Romero Luque, gran aficionado a la lectura desde joven, estudiante de Magisterio por las noches e interesado en todas las formas de conocimiento. Queriendo mejorar la vida de sus vecinos, montó una escuela elemental en su propio domicilio. Además era aficionado al teatro y escribió algunas obras de este género literario, representándose las mismas por un grupo de actores aficionados dirigidos por él mismo. Siempre decía que "la única batalla que vale la pena es la del conocimiento" y su mayor sueño era acabar con el analfabetismo secular de aquellas tierras. También era vegetariano y, a la manera de Thoreau, un atento observador de la naturaleza. Su militancia en las Juventudes Socialistas le costó la vida a este hombre incapaz de matar a una hormiga.
Porque si echamos una mirada al pequeño periodo (un mes escaso) en el que una comisión de líderes políticos y sindicales gobernó Alameda desde el 18 de julio hasta la llegada de las fuerzas del general Varela, el pueblo puede sentirse orgulloso de no haber ocasionado ni una sola muerte entre los que se consideraban enemigos de los trabajadores. Hubo saqueos, quema de imágenes religiosas, humillaciones, maltratos e insultos, pero jamás se permitió cruzar la línea del asesinato, algo que jamás fue tomado en cuenta por la justicia franquista, decidida a llevar a cabo una política de depuración y venganza implacable. Alameda tuvo la mala suerte de ser un pueblo ocupado desde prácticamente los primeros momentos de la Guerra Civil, cuando más condenas a muerte se dictaban. Cualquier testimonio de las personas de bien era suficiente para condenar a un hombre. El que hubiera militado en partidos republicanos o de izquierda era automáticamente considerado enemigo y su destino más probable en aquellos días trágicos era el fusilamiento:
"Era una Alameda áspera, dura, trágica, azotada por el hambre, donde ser pobre era motivo de sospecha y persecución. Una Alameda paralizada por el miedo a lo sufrido, donde estallan las acusaciones y en la que los vencedores no conocen límites en su intento de aniquilar a los derrotados. Eran momentos en los que la vida dependía de un hilo, de una envidia, de una delación. Tiempos propicios para las flaquezas y los resquemores, capaces de agrietar los sentimientos, en los que un dolor se une a otro dolor. Es la hora de vengarse de viejas ofensas recibidas. Tiempos para el terror y la estulticia."
Todas las noches se oyeron disparos rinde homenaje a todos y cada uno de los represaliados en Alameda, muchos de los cuales - historias que se repiten a lo largo de toda la geografía nacional, para nuestra vergüenza - aún se encuentran enterrados en fosas comunes. A pesar de las leyes de Memoria Histórica y similares, este país todavía no ha superado del todo un episodio tan lejano en el tiempo como suscitador de profundas emociones. Gentes como Manuel Romero, José Lozano, el laterillo o Dolores la Riega y tantos otros merecen ser recordadas como protagonistas y víctimas de un tiempo de depravación e injusticia extrema que se cebó con los más desfavorecidos, que habían tenido la insolencia de soñar con tiempos mejores. La represión llevó a un largo tiempo de silencio en el que los propietarios de las flechas imponían los yugos a las clases más humildes, para que trabajaran y pasaran hambre sin rechistar. Además debían ser testigos mudos de algunos episodios dignos de pasar a la historia universal de la infamia:
"Con los ojos cerrados veo la pira de libros que arde en la puerta del centro obrero, saqueado por una horda incendiaria que terminará por arrojar todos los volúmenes de su biblioteca al fuego. Un fuego que alcanza ya la altura de los tejados de la calle Álamos y oscurece el cielo de Alameda. Junto a los libros de Tolstoi, Dickens, Gorki, Cervantes, Baroja, Blasco Ibáñez, Galdós, Víctor Hugo, Bakunin, Marx, Engels o Kropotkin, arden los retratos del líder socialista, Pablo Iglesias, del presidente Azaña, de los capitanes de Jaca, Fermín Galán y Ángel García Hernández, estampas con la alegoría de la República, la efigie de la Marianne y las banderas sindicales de los gremios obreros. (...) La quema pública de libros emprendida por los cachorros del fascismo prendió otras hogueras, éstas encendidas en el interior de muchas casas donde la gente fue arrojando en el fondo de los pozos los libros que creían sospechosos, quemaban postales, cartas, fotografías, dedicatorias, gorros frigios, todo ello en medio del vértigo enloquecido desatado por los vencedores. El fuego quema las palabras escritas y enciende la infamia. Va cayendo la noche y Alameda se hace oscura. Ya no quedan libros raros que quemar. Con los ojos cerrados oigo las palabras del poeta alemán Heinrich Heine: "Allí donde queman libros, acaban quemando hombres".
Por supuesto que se quemaron hombres. Y junto con sus restos, se intentó hacer desaparecer su memoria. Libros como el de Miguel Ramos Morente, una lectura realmente estremecedora, del que tuve la suerte de asistir a su presentación, son necesarios para recordar. Para recordar que hasta en los más humildes puntos de la geografía nacional hay historias dignas de ser contadas, que no deben perderse en el olvido. Recuperar la memoria histórica no debe servir para vilipendiar a nadie, sino para conocer la verdar estricta de los hechos, que siempre debería ser la tarea del historiador. Lo que sucedió en Alameda en aquellos días no es más que un reflejo de lo que estaba sucediendo en demasiados lugares en ese mismo momento y que poco después acabaría ocurriendo en toda Europa. Reflejo aquí el hermoso y terrible poema El enemigo, de Mahmud Darwix con el que se abre el volumen:
Los asesinados no se parecen.
Cada uno tiene sus rasgos propios,
su propia talla, sus ojos, un nombre y una edad
diferente.
Son los asesinos los que se parecen.
Son el mismo, repartido en artefactos metálicos.
Apretando botones electrónicos.
Mata y desaparece.
Nos ve y no lo vemos, no porque sea un fantasma,
sino porque es una máscara de acero imperturbable...
Sin rasgos, sin ojos, sin edad, sin nombre.
Él, él es el que ha elegido tener un solo nombre:
el enemigo.