Todas para el patrón (relatos centroamericanos)

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

En el día de hoy os traigo un relato centroamericano cuyo protagonista es don Dagoberto, un patrón muy... Mejor no lo digo y así lo lees. Espero que te guste.

Era bolo el patrón. Bolo y mujerero. A todas las hembras de estos caseríos y cantones se las componía. A todas, peor si eran bonitas. Los tatas guardaban a las hijas con mucho celo y no las dejaban salir, ni ir a los bailes, ni acercarse a la hacienda por miedo a don Dagoberto, don Dagoberto Orellana. Pero y qué, el viejo era como el tigre, que de lejos olfatea a las piezas. Sementera de hijos dejó regada el patrón, usted, que más de cuarenta le conozco, y no los conozco a todos. Ya de mayor lo casaron sus hermanas, las Rucas. Estas Rucas miraban por él como si fuera un hijo. Las dos estaban solteras y sus tierras las heredarían don Dagoberto y sus hijos, los legítimos, así que le hicieron fuerza para que se casara y al final lo consiguieron, vea, con una muchacha hija de un colono, doña Paz, que le dio nomás un varoncito. Doña Pacita era muy religiosa, muy rezadora y muy bonita, viera el pelo colocho que tenía, los ojos claritos como las chalatecas, espigada y airosa la chamaca, pero de nada le sirvió. Apenas unos meses refrenó al patrón, que al nomás preñarla volvió a las andadas.

Molía parejo el don Dagoberto, lo mismo jóvenes que mayores, solteras y casadas, honestas como peperechas, a todas les hacía entrada, por las buenas o a la fuerza. ¿Y no tuvo a una cholita encerrada en el rancho de Las Cumbres? Cinco días con sus noches la tuvo, pelada del todo. Y él bolo perdido, una botella detrás de otra, disparándole a los árboles, aullándole a la luna, hasta que lo fueron a buscar las Rucas y soltaron a la chola. Una ternera le pagaron al tata, para que olvidase el asunto y lavase la vergüenza, ese fue el precio del ultraje. Pero por aquella bulla lo dejó doña Pacita, agarró a su hijo y se fue a vivir al pueblo, harta de tanta barbarie. Que se vaya en buena hora con sus mierdas y sus rezos, dicen que dijo el viejo.

Y lo mismo que hizo con la chola lo quiso hacer con la mujer de don Segundo, que era también bonita, aunque ya hubiera parido a tres criaturas. Por los ojos se le metió la Morena, por los ojos y por las entrañas, y era de seguirla y perseguirla cuando iba a por agua a la poza, al cantón, a la iglesia, al mercadillo de los domingos. Pero don Segundo no se dejaba achantar y una mañana le salió al paso yendo el patrón en su yegua baya, y le agarró la rienda y le dio un aviso: a la Morena me la deja tranquila, oyó, y el don Dagoberto quiso librar la rienda y tiró de ella y hasta le arreó un fustazo en la cara, pero ni aún así lo soltó don Segundo: avisado queda, viejo canalla, y lo miró derecho a los ojos hasta que se los hizo bajar. Eso hizo don Segundo.

Pero el patrón no era hombre al que se pudiera contrariar, y menos humillar. Mal enemigo era. Volvió rabioso a la hacienda, echando espumarajos por la boca, dándose cabezazos en los horcones, que ni las Rucas lograban aplacarlo, y así estuvo hasta que rumió su desquite y lo llevó a cabo, vaya que lo hizo, ¿y no mandó el viejo hijuepuya que le dieran fuego al ranchito de don Segundo? De noche, con la familia dentro, y en el incendio se le murió la esposa y dos de los hijos. De milagro escapó él con la otra criaturita en los brazos, envuelta en una cobija.

Don Segundo huyó del departamento y anduvo un tiempo por occidente, en las cortas de café y en los cañales de la costa, pero cuando la cosa se puso fea, cuando los compas empezaron a organizarse, regresó y también él se organizó. Un día atacaron la hacienda de don Dagoberto, que tenía sus guardias, un escuadrón bien armado, gente bragada y mala. Todo un día duró el ataque al casco de la hacienda y, cuando por fin consiguieron entrar, don Segundo pidió que al patrón se lo dejaran a él, eso dijo, y se lo dejaron porque todos sabían que tenía derecho, más que ninguno. Don Segundo se lo llevó a un conacaste grandote que había en una hondonada, él y Meregildo, que no se arruga con en esas mierdas, y lo ahorcaron y lo dejaron guindado de una rama gruesa, allá en lo alto, hasta que los zopes le pelaron los huesos. Y ahí se acabó el don Dagoberto y la casta maldita de los Orellana.