Ahora avanza la tesis de que hay que aplicar en Cataluña un artículo 155 más duro, que suprima el Parlamento, cierre de la sediciosa TV3 y someta a los mossos, que hasta ahora han sido la fuerza de choque armada del independentismo, al pleno control del gobierno central, pero aplicar esa supresión real de la autonomía catalana equivale a admitir que el modelo de división y organización territorial previsto por la Constitución no funciona, una opinión que cada día comparten más españoles.
Ya apenas quedan competencias que ceder a las autonomías, si se quiere preservar a España como nación con un sólo Estado. Las regiones españolas son ya las más libres y autónomas de Europa, pero eso no les parece suficiente a los nacionalistas, siempre ávidos de poder y de victimismo. Las corrientes centrífugas parecen indetenibles y la situación conduce a emplear contra los propios españoles medidas de fuerza, como el 155, que nunca son recomendables, salvo en situaciones extremas.
El problema no sólo es que algunas regiones quieran independizarse, sino que quieren apropiarse de otras, desplegando verdaderos procesos de "conquista" en los que se invierte dinero público. Eso es lo que ha ocurrido con Cataluña durante años, que se le ha permitido "colonizar" a Baleares y Valencia sin que los gobiernos españoles, probablemente culpables de traición, hayan hecho nada por impedirlo.
Hay que reconocer que la estructura autonómica, popularmente conocida como la de "las Taifas", ha contribuido al debilitamiento constante de España como nación. Las tensiones territoriales y el auge de los nacionalistas, a los que la permisividad cobarde de los gobiernos de España ha convencido de que la disgregación es un buen negocio que proporciona siempre más dinero y más competencias, ha hecho que España pierda gran parte de las bases que conforman los estados modernos, que son la existencia de ilusiones, metas y rasgos comunes en una población que ha decidido convivir junto con sus vecinos y afrontar el futuro unidos.
El nacionalismo disgrega en lugar de unir y genera violencia y enfrentamientos, en lugar de paz, además de destruir lo que nos une, hipertrofiando lo que nos separa. Por eso el nacionalismo, según demuestra la historia, siempre genera guerras y desastres.
Pero todas estas evidencias, palpables y comprobables para cualquier analista y para un simple ciudadano, son negadas por los partidos políticos españoles, tan cómodos y felices en la situación actual de poder casi absoluto frente a unos ciudadanos que apenas influyen y nada deciden, que ninguno de los cuales se plantea siquiera suprimir ese sistema de Taifas que está destrozando España.
Los ciudadanos que ya sabemos que las Taifas nos conducen al matadero estamos obligados a explicar a nuestros conciudadanos la situación y convencerlos de que no pueden votar a partidos que, por egoísmo y codicia y perversión antidemocrática, se niegan a adoptar medidas que España necesita con urgencia dramática, entre las que destacan la prohibición de todo partido que luche por romper la unidad de la nación, la recuperación de competencias básicas, como la educación, la sanidad y otras, que tienen que estar centralizadas para que la nación no se desmorone y la reforma de una ley electoral que fue ideada, de manera suicida, para beneficiar a los nacionalismos con más diputados que los partidos nacionales.
Por muy traidores e imbéciles que sean, si los partidos sienten el rechazo creciente de los ciudadanos por defender políticas contrarias al interés general, tendrán que rectificar y acabar, entre otras muchas iniquidades y abusos, con el nefasto y dañino sistema autonómico español, que no sólo es el padre de muchos de nuestros actuales dramas y quebraderos de cabeza, sino que es también el germen de futuras confrontaciones violentas entre españoles.
Francisco Rubiales