En estos días he recordado una anécdota ocurrida hace tiempo.Era mi primer año en la universidad, y estaba en la biblioteca con una compañera a la que llamaré María. La sala estaba casi vacía, y en una mesa cercana a la nuestra vimos a un muchacho conocido de María. Ella me dijo que era alumno de la facultad de ciencias,y que, “a pesar de eso”, era aficionado a escribir poesía. “Un sensible, vamos”, añadió, con un tono de desdén que no me resultó extraño, pues yo sabía del poco aprecio que ella tenía por todo lo que no fuese puramente práctico y utilitario.
En un momento determinado el muchacho vino a nuestra mesa, y por la forma en que saludó a mi amiga comprendí que tenía mucho interés por ella. Después de intercambiar unas palabras con nosotras le dijo a María que le gustaría saber su opinión sobre una poesía que había escrito, y yo, conociéndola, temí que pudiera desairar al muchacho, incluso aunque actuase con toda la delicadeza de la que fuera capaz.
Ella, naturalmente, accedió a leerla, y él le pidió que fuera a su mesa. Desde mi sitio yo veía a mi amiga leyendo el folio que él le dio, y cómo él la contemplaba a ella con cierto arrobo.
Tal y como yo había imaginado, la reacción de mi amiga fue muy poco alentadora: en el silencio de la sala, oí que ella, al tiempo que se levantaba y le devolvía el papel, le decía, con una sonrisilla indulgente: “Está gracioso”. Y mientras ella volvía a nuestra mesa yo pude ver en la cara del muchacho una mezcla de desconcierto, tristeza y desilusión.
Cuando María se sentó de nuevo frente a mí, se inclinó hacia delante y me dijo, en voz baja y con su consabido tono despectivo, que lo que le había dado a leer era una poesía en la que explicaba lo que para él era la poesía. “Menudo rollo”, añadió.
Al contrario que ella, yo siempre he sentido interés por lo que escriben los demás, y por lo tanto sentí curiosidad por aquella “poesía sobre la poesía”. Pero como no tenía ninguna amistad con aquel chico, no me atrevía a pedirle que me dejase leerla, así que María volvió a su mesa y le preguntó. Entonces vi que él le daba el papel de buena gana, y mientras ella me lo traía, élme hizo un gesto, una especie de saludo, desde su mesa.
No recuerdo nada de lo que decía la poesía, pero sí recuerdo que me gustó, porque me pareció que tenía profundidad y sentimiento. Y sobre todo me pareció que era cualquier cosa menos algo “gracioso”.
Cuando fui a devolvérsela, el muchacho, lógicamente, me preguntó qué me había parecido, así que me senté frente a él y entablamos una breve conversación. Recuerdo que se mostró encantado cuando le di mi opinión sobre su poema, y después me preguntó si yo escribía también. Le dije que sí, aunque no poesía, y quiso que le dejara leer algo. Pero le dije que normalmente no me atrevía a dar a leer mis cosas a nadie, y que de hecho lo tiraba casi todo. Entonces él me dijo que no tirase nada, que lo conservara todo, y que no me preocupara de lo que opinaran los demás sobre mis textos. Y añadió que seguiría insistiendo hasta que le dejase leer algo.
No sé si hablamos algo más, esto es lo único que recuerdo de aquella conversación. Y tampoco recuerdo si llegué a darle a leer algo mío, aunque seguimos coincidiendo en la biblioteca con frecuencia.
Después de esta conversación yo me marché para asistir a una clase, y cuando volví a la biblioteca el muchacho ya se había marchado. Entonces María me contó que al despedirse de ella le había dicho: “Tu amiga me ha alegrado el día.”
Este recuerdo de una tarde cualquiera, de una de tantas tardes,me ha hecho pensar -como ocurre en ocasiones con los recuerdos en apariencia intrascendentes-, que, si prestamos un poco de atención, casi todo tiene más significado de lo que parece a simple vista.
Y he pensado, al recordar a aquella amiga, que a veces dos personas con gustos e intereses muy dispares pueden congeniar de una manera sorprendente, e incluso quererse mucho. Supongo que la clave está en otros factores mucho más sutiles e importantes que las diferencias.
También he pensado que, aunque aquel muchacho poeta me dijera que no debían importarme las opiniones ajenas, él mismo, con sus reacciones, demostró que sí importan.
Y por eso he pensado también que una persona sensible es como una hoja de otoño, que no necesita mucha presión para quebrarse, y que tampoco necesita más que un leve soplo de brisa para elevarse y bailar en el aire.