Miguel y Antonio llevaban varios días observando las obras del pequeño edificio.
—Hay que ver, Miguel, la de años que vivimos tú y yo ahí, como buenos vecinos, y ahora nos encontramos los dos aquí, otra vez.
—Si es que todo queda, Antonio; aunque sea de una manera distinta, todo queda, nada se va para siempre.
—Y tanto que sí... —dijo Antonio, pensativo. Y añadió—: Yo creía que cuando ya no quedásemos ninguno de nosotros, la casa la echarían abajo enterita. Con lo antigua que es... Pero mira, respetan lo que es la fachada y la van haciendo nueva por dentro. Eso está muy bien, ¿eh?
—Sí, me alegra mucho ver mi balcón ahí, como siempre, y tu ventana debajo, con esas rejas tan bonitas.
—Cuántos recuerdos...
—Buenos y malos, ¿eh? No vayamos a ponernos sentimentales y a creer que todo era bueno entonces.
—No, claro, pero es mejor recordar las cosas buenas. Para qué volver a sufrir con las malas.
—Tienes toda la razón, Antonio.
—Y, por cierto, ¿te acuerdas de Encarnita, la del estanco?
—¡Hombre, no me voy a acordar!
Los dos se echaron a reír y un leve suspiro se les escapó del corazón.
—Es que me ha dado alegría ver que el estanco sigue abierto.
—Sí, pero la gracia sería que estuviera Encarnita.
—Pues quién sabe, igual aparece por aquí cualquier día, como nosotros.
—Ojalá —dijo Miguel,
Los dos amigos quedaron unos momentos en silencio, pensando y contemplando cómo la vieja casa en la que vivieron tanto tiempo atrás, Miguel solo y Antonio con su familia, iba rehaciéndose, reanimándose como un fantasma que va cobrando corporeidad.
—Oye —dijo Antonio entonces—, ¿a ti qué te parece todo esto?
—¿Lo de la casa?
—No, hombre, esto nuestro. Que estemos por aquí como si nada.
—Bueno, como si nada tampoco. Pero vamos, que me parece estupendo.
—¿Pero no te intriga? ¿No te parece raro?
—Sí, desde luego... pero me lo tomo tal cual, como uno de tantos misterios que tiene la vida.
—Pues tienes toda la razón, Miguel. Las cosas son como son, y si no está en nuestra mano el comprenderlas, por algo será.
—Equilicuá. Eso de darles vueltas a las cosas se queda para los filósofos, que ellos sabrán si les trae cuenta pensar tanto.
—Bueno, Miguel, entonces, hasta mañana, ¿no?
—Se supone que sí. Hasta mañana.
Y en un instante los dos amigos dejaron de estar donde habían estado hasta ese momento, aunque nadie hubiese reparado en su presencia.