Uno de los fenómenos que hoy mueven masas de fanes -qué raro este plural- es la última peli de Harry Potter. Para el que quiera atar cabos sueltos sin haber leído todos los libros, como yo, no queda otro remedio que verla. El caso es que esto no supone ningún esfuerzo. Al contrario.
Harry, después de tantos incidentes, acabará conociendo los motivos de su propia supervivencia. Sabrá por fin qué hacer frente a Voldemort, invariablemente decidido a eliminarlo. 'El que no debe ser nombrado' alcanza por fin el trono entre los grandes villanos de la historia del cine, mérito exclusivo de la autora y, por supuesto, de Ralph Fiennes. Él es uno de tantos y tantos actores británicos que aparecen en la saga. Se podría decir que casi todos los mejores han pasado por las ocho películas con solvencia sobrada. Esa madurez, me temo, se echa en falta en las interpretaciones de los más jóvenes, aunque, claro, hace diez años nadie podía prever cómo evolucionarían el físico y la técnica de aquellos niños. Echo de menos más desgarro, emotividad, expresividad en ciertos momentos. Y, por supuesto, más pasión en el esperadísimo beso entre Ron y Hermione, o el de Ginny y Harry, lástima de beso, tímido y desganado.
En fin, entretenidísimo final de H.P. Por cierto, al día siguiente de haber coincidido con los chavales del 'mundo fan', vi en televisión a los actores que encarnan a los hermanos Weasley. Ron y los gemelos Fred y George enviaban un saludo a los españoles desde una terraza de Madrid. A sus espaldas reconocí el lugar donde me había subido al autobús.