Todos eran mis hijos

Publicado el 18 septiembre 2018 por Rubencastillo

Una madre (Kate) que se niega a aceptar que su hijo, desaparecido en una acción de guerra, esté realmente muerto; y que se aferra con ilusión a la idea de que el día menos pensado sus nudillos golpearán en la madera de la puerta. Ése es, en síntesis, el núcleo germinal de Todos eran mis hijos, del norteamericano Arthur Miller. Sobre esa base, el genial dramaturgo va añadiendo ingredientes de forma paulatina, que intensificarán el drama y la angustia de los personajes: un esposo (Joe Keller) que preferiría pasar página sobre aquellos luctuosos sucesos, un hermano (Chris) que ha decidido rehacer su vida casándose con la antigua novia de su hermano (Ann); el padre de Ann, antiguo socio de Joe, que se encuentra en la cárcel; George, hijo de éste, que decide acercarse a la casa de los Keller para impedir la boda… Lentamente, Miller pone en movimiento a sus protagonistas y nos enreda en sus peripecias, que pronto irán revelando su envés de amargura, de resentimiento, de oscuridad. Casi nada es lo que parece al principio. Casi nadie es tan limpio como se obstina en pregonar. Todos esconden en el fondo de sus corazones una zona de sombra que enturbiará el futuro y que lo salpicará de barro: el honrado y eficaz empresario de éxito, que ha amasado una ingente fortuna y es admirado por sus conciudadanos; el mendaz exsocio, que se pudre en prisión por haber fabricado piezas armamentísticas defectuosas, que causaron un alto número de accidentes en primera línea de combate; el irreprochable soldado que desapareció (¿murió?) mientras pilotaba un avión de guerra; la chica frágil que espera (¿o que no espera ya?) el retorno de su prometido… Todos inocentes, todos culpables, todos llenos de heridas visibles e invisibles.De uno de los dramaturgos norteamericanos más brillantes del siglo XX no se podía esperar sino una pieza tan sobrecogedora como ésta.