Todos los desconocidos

Publicado el 10 febrero 2022 por Molinos @molinos1282
Buenos días, le digo a Julian. El portero de mi casa se llama Julian. Cuando llegamos a vivir aquí, había otro portero que se llamaba José Luis y que era muy cotilla. Julian barre el portal, cada mañana, justo cuando yo salgo. Puedo saber la hora del día, o si voy tarde o pronto, o si llego tarde o pronto por lo que está haciendo. Envidio su milimetrada rutina diaria, sin espacio para las sorpresas ni los sobresaltos. Sus horas de trabajo perfectamente organizadas, con un comienzo claro y un final nítido. Salgo de casa y sorteo padres, madres, niños, carros y patinetes. Hace no tanto yo era una de esas madres, aunque nunca lleve ni carro ni patinetes, alguna ventaja tiene vivir a cincuenta metros del colegio. Cada mañana a la misma hora salgo del portal y ahí están, madres, padres, niños, carros y patinetes perfectamente intercambiables. Cada mañana trato de fijarme en ellos, de recordar algún detalle que me permita saber, al día siguiente, si ellos o yo vamos tarde. No lo consigo. Me fijo también en ellos y en ellas para saber si hace quince años yo tenía esa pinta, si yo era así, si cuando llevaba a mis hijas al colegio era más joven o más vieja que ellos. No lo consigo, están desenfocados, los miro, me concentro y se desdibujan mezclándose con los que vienen detrás. A lo mejor durante esos años, entre los 0 y los seis o siete años, en los que el 80% de tu tiempo y tu energía consiste en ser padre o madre, se desdibuja tanto el contorno que te define que desapareces para los demás. Esto lo he pensado en el semáforo, justo antes de cruzar, y me han dado ganas de decírselo a alguno, de susurrarle: yo estuve ahí, se acaba pasando. 

Veo a Arancha desayunando en una mesa en La Parisiena. Fue profesora de las niñas pero no me reconoce lo que me parece totalmente normal y vital para su salud mental. En La Parisiena siempre quiero entrar, siempre he querido entrar, pero después de más de quince años sin entrar ahora ya me parece que lo suyo es que no entre nunca, que seamos como esos amores platónicos de los dieciséis años en que toda la relación se resumía en un breve encuentro en un bus o en un semáforo. En el bar nuevo de la esquina, que ya está durando más que los tres anteriores, hay un hombre en chándal desayunando. Me suena del cole pero lo que más me intriga es: ¿se pone el chandal para desayunar en un bar? ¿viene de hacer deporte y luego arruina esa quema calórica zampándose un bollo de desayuno? ¿lo hace al revés? ¿se aburre en casa? ¿cuándo trabaja? Todo son dudas antes de sobrepasar el bar y llegar a la calle de los niños esperando para entrar en los colegios. Más padres y más madres desenfocados. Aquí los niños corren de un lado a otro de la calle porque es peatonal. No hace mucho que desaparecieron los coches. Cuando yo pasaba por allí, con mis brujas, había coches y y coches en segunda fila, y gente tocando la bocina y vecinos cabreados, imagino. Ahora es un remanso de paz. Siempre lo digo, si yo tuviera pasta y la obligación de vivir en Madrid, viviría en esas callecitas. Eso es el lujo y no La moraleja o La Finca. 

En la cuesta solo me fijo en los que bajan mientras yo trepo. Más padres y algún adolescente que llega tarde. Si la que va retrasada soy yo, hay siempre dos o tres señoras entrando en el Supercor. La gente que madruga para ir a la compra tiene todo mi respeto, yo solo salgo a comprar cuando la necesidad ya es absoluta o cuando tengo un capricho tan grande que mi cerebro me dice: si no salimos a comprar patatas sabor jamón, a lo mejor mañana amaneces con una mancha en forma de jamón en la frente (y salimos, claro). Apunto de alcanzar el Retiro, paso por delante de la última guardería de mi recorrido. Me enternecen los padres en fila entregando a sus hijos como si los enviaran a la mili. La puerta se abre, sale una chica o un chico con polo amarillo, saluda al crío, lo mete dentro y se cierra la puerta. Espero siempre a que vuelva a abrirse con la esperanza de que en alguna de esas aperturas, salga uno de los críos disfrazado de Prince como en lluvia de Estrellas. A lo mejor eso sucede por la tarde, cuando vienen a recogerlos...pero a esas horas nunca paso por ahí. 

Según entro en El Retiro y empiezo la ligerísima ascensión hasta el Paseo de Coches, vuelvo al recuerdo de mis infinitos paseos con mis hijas y sus patinetes y la vez que Clara se aceleró tanto que salió volando por encima y acabó aterrizando con la cara. Me ocurre como pasa en las pelis. Las veo delante de mi, corriendo con sus patinetes, vestidas con vaqueros y unos chalecos amarillos de punto preciosos.  No las escucho gritarme "mira mami" ni sus risas porque voy absorta en mis podcasts, pero las veo. ¿Se acordarán ellas? 

En el Paseo de coches no hay nadie. Cruzo el Retiro a una hora en que los runners alondra ya están en el curro, duchados, limpios y sintiéndose moralmente superiores y los ociosos jubiletas o ricos no han salido a dar "la vuelta". Estamos solo los que tenemos la suerte de cruzar el Retiro para ir a trabajar y los de los perros. Estos son tiernos porque hacen pandilla. Como yo nunca he tenido perro en Madrid y, en general, el pandillismo no es para mí, nunca me había fijado pero en el Retiro hay zonas de perros. No me refiero a zonas marcadas por el Ayuntamiento especiales para ellos, que también las hay justo por la entrada de Mariano de Cavia, sino zonas donde la gente con perro sabe que hay otra gente con perro. Es algo así como cuando, de adolescente, quedabas en ciertos soportales. No valían los de al lado ni los de enfrente, los enrollados sabían cuales eran los buenos. Pues yo cruzo todos los días una zona de gente enrollada con perro. Los humanos se ponen en semicírculo abierto, como si estuvieran esperando que llegara un camarero con una bandeja de canapés, y sus perros corretean alrededor. Yo juego a 101 dálmatas, a casar el perro con el dueño. Y a ¿en qué trabaja la gente? porque ninguno tiene prisa por volver a casa. O tienen turno de tarde o son rentistas. 

Pasada la zona perros llego al lugar más bonito de Madrid: el Palacio de Cristal. Nunca hay nadie, un par de personas y poco más. Hago fotos cada día como si se me fuera a olvidar o, mejor, como si no me creyera la suerte que tengo de pasar casi cada día. Si alguna vez tengo Alzheimer, enseñadme el Palacio, será uno de mis lugares felices junto con Siete Picos y el banco de Cicely. Rodeo el palacio casi por completo, bajo hacia El Palacio de Velazquez y vuelvo a subir enfilando ya la rotonda por la que llegas al estanque. Ahí siempre hay más gente, no hordas, pero alguna pareja de turistas madrugadores, algún que otro cruzador como yo, un señor gordo en bici que se para siempre en la columna que hace esquina y saca una foto y luego, mi persona favorita de este tramo de mi paseo: el remador. Es un tío enorme. O eso creo yo porque, claro, le veo sentado en su canoa/Kayak/ barquichuela..¡yo que se! dando vueltas al estanque. Creo que es altísimo pero a lo mejor tiene un tipo curioso, como Obelix y es largo de tórax y cortito de piernas.  En realidad hay varios remadores. Algunos días veo a uno, con barba blanca, que parece Santa Claus manteniéndose en forma entre navidades, pero  mi favorito es el enorme.  Tiene unas espaldas en las que podría dormir atravesada y unos hombros en los que se podría acoplar una silla de montar. Lleva siempre una camiseta gris ajustada que brilla al sol y tiene unos brazos como yo de largos. Me quedo embobada mirándole, intentando que no me vea y piense: ya está aquí la loca. Me admira, me pone y me intriga. ¿Dónde vive? ¿Acarrea todos los días su propia canoa o la deja como en un guardacanoas? ¿En qué momento de tu vida decides que cada mañana vas a remar en El Retiro? Después de hacer eso yo creo que ya puedes dar el día por aprovechado y considerarte un tipo con suerte, lo demás ya va solo. 

Enfilando ya la bajada hacia la Puerta de Alcalá, en esa rotonda, siempre hay alguien de suministros o mantenimiento. Se alternan, a veces, con influencers haciéndose fotos. Es curioso el contraste entre gente trabajando y esforzándose fisicamente y gente esforzándose físicamente por parecer ridícula. Al final de ese paseo están los del taichí. Ahora en invierno han desaparecido y los echo de menos. Supongo que con la actividad lenta y pausada de sus ejercicios no se consigue entrar en calor en las frías (ojalá) mañanas madrileñas. Son un grupo variopinto, parecen extras de After life, la serie de Gervais. El maestro, un señor mayor chino, pone un cartelito en el que dice algo de un saludo al sol y allí, a su lado, se van colocando distintas personas que cierran los ojos y siguen sus indicaciones. ¿Cómo las siguen si todos tienen los ojos cerrados? No lo sé, es otro de esos misterios de mis paseos en la lista de "un día me pararé y resolveré este misterio". 

Cuando salgo a la Puerta de Alcalá, miro el reloj que queda justo a mi espalda. ¿Para qué? Para saber cuanto he tardado en atravesar El Retiro de esquina a esquina. ¿Cuánto tardo? No lo sé, todavía no he conseguido nunca recordar a la salida, la hora que ponía en el de entrada. Además, ¿qué más da? No pienso correr. 

A este lado del Retiro ya está todo lleno de gente que va a trabajar. Hay algún turista despistado y está la señora de los dos perros: uno negro precioso, enorme y con cara de tristeza, como ella, y otro pequeño de esos que siempre están enfadados. Son un trío raro. En este barrio de mega ricos es difícil saber si ella es la dueña o solo la encargada y eso dificulta saber ¿por qué se tiene un perro enorme y uno canijo? Elucubro que quizá haya una historia truculenta de divorcios o herencias, o mejor aún, una historia como la de El amigo de Sigrid Nunez. En cualquier caso, los pasea con tristeza. No lo hace por obligación porque entonces tendría prisa, tiraría de ellos, iría mirando el móvil. No es así. Ella va despacio, cabizbaja, absorta, deja que ellos dos marquen el ritmo. Va tan abstraída que creo que si los perros se evaporaran, ella seguiría arrastrando las correas sin darse cuenta. 

En Cibeles cambia completamente el ritmo de las calles y de la ciudad. Empiezan las prisas, no las mías, pero a mi alrededor todo el mundo corre. Corre para cruzar el Paseo de Recoletos, corre para llegar al metro, corre para atender a los primeros clientes en las terrazas, corre para entrar en una oficina, corre por acabar el cigarro fumado en el portal antes de subir otra vez a trabajar. Todo el mundo corre. Yo sigo a mi ritmo. ¿Qué prisa hay?

Subir por Gran Vía es ya el circo: gente elegantísima, sobre todo ellas. Trajes pantalón, abrigos largos, tacones infinitos. Muchos colores, ¡ha vuelto el morado! Me acuerdo de mi amiga Cecilia, que cuando teníamos dieciséis años decía: Ana, jamás mezcles morado y naranja. Muchos días me dan ganas de hacer una foto a alguna de esas mujeres estilosas con las que me cruzo y mandarle una foto: "Ceci, visionaria". Luego pienso en cuanta ropa tendrá esa mujer y que hará con ella cuando el morado y el naranja ya no peguen. 

Me cruzo con el hombre de la trenca. Este va a trabajar. Se encamina hacia Cibeles y, ahora en invierno, lleva una trenca verde a la que le debe de tener mucho cariño porque no se la quita a pesar de que le hace bracitos de velocirraptor. Lleva las manos en los bolsillos del pecho y gracias a que le vi en otoño con traje, sé que tiene los brazos de un largo normal. Es moreno, con barba y tiene esa edad en la que todavía cree que tiene la vida encarrilada. 

Dependiendo de la hora, de una horquilla de quince o veinte minutos, me encuentro la cola de entrada al Primark o no. No es una cola propiamente dicha, es más bien una congregación de fieles. En un amplio semicírculo se congregan alrededor de las puertas mirando con arrobo a los guardas de seguridad que, en cuanto den las nueve y media, les permitirán entrar en el templo del consumismo, el neón y el mareo psicodélico. 

Antes de girar la esquina y llegar a mi destino, echo un último vistazo, quiero ver si por alguna parte llegarán nubes. No. 

A veces esquivo a Mario Vaquerizo. 

Buenos días le digo al de seguridad.