Es posible que no tenga a mano un texto para cada muerto que yo querría vivo. El oficio de necrógrafo no está bien visto. No hay quien se ponga de acuerdo ni siquiera en la calidad del finado, si merece obituario o es el olvido el que conviene a su fuga de este mundo. Y está el espontáneo, que no suele estar invitado, encantado de glosar las venturas del difunto, esmerándose en hacer que brille una vez muerto lo que quizá no brilló en vida. No habrá quien le afee el esfuerzo. No, al menos, a la vista de los deudos. Para adentro queda la tertulia privada, la que se despacha sin pudor, sin censurar un punto lo reprobable. Luego están los muertos ajenos, aunque todos en cierto triste modo lo sean. El muerto universal. El gran muerto global. El que ocupa la portada de los diarios y los minutos esenciales de los informativos en televisión. Ese al que jamás viste, pero que sientes más cerca tuya que muchos finados con los que tomaste café en las terrazas o compartiste vecindario durante treinta años. Hay muertos fundamentales en las vidas que llevamos, muertos de una brillantez antológica, muertos útiles sin diferencia a la utilidad que tuvieron en vida. Al muerto Monk lo tuve anoche en mi ipod hasta que el sueño me venció. Monk es un muerto mío habitual. Si no indaga uno en las vidas de la gente de la cultura que ama no sabe nunca si viven o si ya están fuera de este mundo. Sería una iniciativa sana no saber, no desear saber, no hurgar en lo privado, no caer en el deseo de conocer, dejarse llevar por lo que el escritor dice, sentirse impregnado de luz después de que el músico toque o de que el actor deambule por la escena y cuente su historia. Pero siempre indagamos, siempre hurgamos. Nos conforta saber si Nabokov prefería el inglés al ruso o al francés para escribir, si Poe se ponía ciego de absenta antes de empezar un cuento o al final (porque ciego se ponía) o si Keith Richards de verdad se metió a su padre por la nariz. ¿Qué te importa el infinito futuro si perdiste el infinito pasado? Lo dejó escrito Borges, al que no dejo de acudir nunca. Mientras el mundo sigue enturbiándose, uno se aferra a ciertas personas. Las siente como si no fuese posible que no estén. Como si el mismo mundo acabara por pararse si desaparecen. Ahí metemos a los vivos y a los muertos. Yo echo en falta a gente que no está. La echo mucho.
Es posible que no tenga a mano un texto para cada muerto que yo querría vivo. El oficio de necrógrafo no está bien visto. No hay quien se ponga de acuerdo ni siquiera en la calidad del finado, si merece obituario o es el olvido el que conviene a su fuga de este mundo. Y está el espontáneo, que no suele estar invitado, encantado de glosar las venturas del difunto, esmerándose en hacer que brille una vez muerto lo que quizá no brilló en vida. No habrá quien le afee el esfuerzo. No, al menos, a la vista de los deudos. Para adentro queda la tertulia privada, la que se despacha sin pudor, sin censurar un punto lo reprobable. Luego están los muertos ajenos, aunque todos en cierto triste modo lo sean. El muerto universal. El gran muerto global. El que ocupa la portada de los diarios y los minutos esenciales de los informativos en televisión. Ese al que jamás viste, pero que sientes más cerca tuya que muchos finados con los que tomaste café en las terrazas o compartiste vecindario durante treinta años. Hay muertos fundamentales en las vidas que llevamos, muertos de una brillantez antológica, muertos útiles sin diferencia a la utilidad que tuvieron en vida. Al muerto Monk lo tuve anoche en mi ipod hasta que el sueño me venció. Monk es un muerto mío habitual. Si no indaga uno en las vidas de la gente de la cultura que ama no sabe nunca si viven o si ya están fuera de este mundo. Sería una iniciativa sana no saber, no desear saber, no hurgar en lo privado, no caer en el deseo de conocer, dejarse llevar por lo que el escritor dice, sentirse impregnado de luz después de que el músico toque o de que el actor deambule por la escena y cuente su historia. Pero siempre indagamos, siempre hurgamos. Nos conforta saber si Nabokov prefería el inglés al ruso o al francés para escribir, si Poe se ponía ciego de absenta antes de empezar un cuento o al final (porque ciego se ponía) o si Keith Richards de verdad se metió a su padre por la nariz. ¿Qué te importa el infinito futuro si perdiste el infinito pasado? Lo dejó escrito Borges, al que no dejo de acudir nunca. Mientras el mundo sigue enturbiándose, uno se aferra a ciertas personas. Las siente como si no fuese posible que no estén. Como si el mismo mundo acabara por pararse si desaparecen. Ahí metemos a los vivos y a los muertos. Yo echo en falta a gente que no está. La echo mucho.