Los colonos, Ray Bradbury
Crónicas Marcianas.
Traducción de Francisco Abelenda.Ediciones Minotauro (1993).
Los hombres de la Tierra llegaron a Marte.
Llegaron porque tenían miedo o porque no lo tenían, porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los Peregrinos, o porque no se sentían como los Peregrinos. Cada uno de ellos tenía una razón diferente. Abandonaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar algo, enterrar algo o alejarse de algo. Venían con sueños ridículos, con sueños nobles o sin sueños. El dedo del gobierno señalaba desde letreros a cuatro colores, en innumerables ciudades: HAY TRABAJO PARA USTED EN EL CIELO. ¡VISITE MARTE! Y los hombres se lanzaban al espacio. Al principio sólo unos pocos, unas docenas, porque casi todos se sentían enfermos aun antes que el cohete dejara la Tierra. Y a esta enfermedad la llamaban la soledad, porque cuando uno ve que su casa se reduce hasta tener el tamaño de un puño, de una nuez, de una cabeza de alfiler, y luego desaparece detrás de una estela de fuego, uno siente que nunca ha nacido, que no hay ciudades, que uno no está en ninguna parte, y sólo hay espacio alrededor, sin nada familiar, sólo otros hombres extraños. Y cuando los estados de Illinois, Iowa, Missouri o Montana desaparecen en un mar de nubes, y más aún, cuando los Estados Unidos son sólo una isla envuelta en nieblas y todo el planeta parece una pelota embarrada lanzada a lo lejos, entonces uno se siente verdaderamente solo, errando por las llanuras del espacio, en busca de un mundo que es imposible imaginar.
No era raro, por lo tanto, que los primeros hombres fueran pocos. Crecieron y crecieron en número hasta superar a los hombres que ya se encontraban en Marte. Los números eran alentadores. Pero los primeros solitarios no tuvieron ese consuelo.
The boy in the bubble, Paul Simon, 1986
These are the days of miracle and wonder
This is the long distance call
The way the camera follows us in slo-mo
The way we look to us all
The way we look to a distant constellation
That's dying in a corner of the sky
These are the days of miracle and wonder
And don't cry baby, don't cry
Don't cry
No hay un manual para mirar al cielo. Está el azul y están los mapas de las nubes con la hermosa bóveda de estrellas en la alta noche. Se nos educa para mirar el suelo y no perder el paso, pero dependemos del techo que nos cubre, cobija y tutela. Ignoro (porque no soy un hombre de fe y mi descreimiento no soporta las metáforas que no comparto) el modo en que los creyentes registran las exploraciones celestes en su disco duro de creyente, que será un alma confiada en que hay otra vida después de ésta y en que los actos que realizamos en los días terrestres son los que nos invitan a los que haremos en los días celestiales. Por eso lo de Marte me parece un triunfo del hombre y de la ciencia con la que araña los misterios del cosmos. No saber qué hay por ahí arriba, en las islas envueltas en niebla del firmamento, en el oscuro infinito sobre el que hemos construído todas las religiones y todos los libros mistéricos, hace que el hombre sea astronauta antes que agrimensor. La tierra que pisamos y aramos, la que nos bendice con sus frutos, con la que enterramos a nuestros muertos y en la que edificamos nuestras casas, no ha dejado de ser nunca un territorio familiar, pero ah el espacio, la biblia del cosmos. El astronauta que todos llevamos dentro se extasía con la posibilidad de que haya otros astronautas hermanos en algún rincón del cielo, como dice la canción de Paul Simon. Que haya en algún punto infinitesimal, a trillones de años luz, no me pidan que sepa lo que digo, una población de alienígenas ( los alienígenas somos nosotros, no crean, todo es cosa de mirar de un lado o de otro) que planee visitarnos en serio, dejándose caer en la Gran Vía como el africano de Radio Futura. O como esto que está amenizando el tórrido agosto olímpico: que hayamos curioseado por Marte, que David Bowie, en su retiro bendito, esté pidiendo royalties. A la nave tenían que haberla llamado Bradbury One. Algo así. Todos somos, en el fondo, piadosos creyentes de la astronomía. La magia es la que mueve el corazón. En la ciencia, en ese batiburrillo de cables y de máquinas carísimas que hurgan las tripas del cosmos, está la religión del futuro. Dios es una fórmula química, seguro.