El ser humano es transgénico desde que existe. La evolución se debe a sus constantes transformaciones genéticas, mientras todo de lo que vive modifica sus genes para adaptarse a los cambios naturales del planeta.
Los sabios de la tribu aceleraban esas modificaciones al hacer injertos o cruzar animales para conseguir mejores alimentos en un proceso que transformó la brujería en ciencia.
Hay una rama de esa ciencia que aceleró las transformaciones genéticas en la medicina, por ejemplo, y que logró en el siglo XX que haya poblaciones que duplicaron su esperanza de vida de una generación a la siguiente.
Desde la Revolución Verde de los alimentos del agrónomo estadounidense Norman Borlaug en 1940 hasta hoy, miles de millones de seres se alimentan gracias a la ingeniería genética, y también combaten las enfermedades de sus cultivos y ganado, y de ellos mismos, con sistemas y medicamentos creados con ella.
Luis I. Gómez, científico español que lidera en Alemania el equipo de investigadores que desarrolló recientemente un método revolucionario para prevenir el cáncer de colon, acaba de publicar en el blog “Desde el exilio” un artículo clarificador: “La ingeniería genética no es un problema. El fanatismo anti-transgénico sí”.
Mientras nos quejamos en los países avanzados de los supuestos daños que puede producir la transformación genética, en los países donde se aplica a los alimentos crece el ocho por ciento su producción anual.
Además, recuerda Gómez, sólo manipulando datos se ha pretendido demostrar que algún producto de la ingeniería genética es nocivo. Después, las investigaciones contrastadas descubrieron esas falsedades.
Luis I. Gómez narra casos en los que los autoproclamados “ambientalistas”perjudican, incluso en Alemania, la evolución lógica de la vida del planeta y de los seres humanos.
Uno cree que esos “ambientalistas” deberían rechazar la ciencia actual, incluida la medicina, y evolucionar hacia su estado lógico de berberechos.
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SALAS Es inevitable que tras los disturbios en nombre de la dignidad de ayer, sábado, en Madrid, debo recordar este clásico de la falsa clase obrera. La verdadera es diferente.