Todo lo dicho hasta el momento, nos podría llevar a sorpresa, si no hubiésemos prestado atención a la primera señal que nos avisa que no nos encontramos ante una versión excesivamente comercial de Tokio Blues, pues su estreno únicamente se ha llevado a cabo en salas de V.O. (donde residen las denominadas películas de autor), como es este caso. La segunda, es ese ritmo lento, que a veces llega hasta el bostezo (sobre todo al principio de la película), donde la sucesión de imágenes sin apenas palabras, dejan al espectador todo el trabjo de imaginar qué piensan o sienten los personajes (sobre todo si no has leído la novela), que unido al montaje inicial, donde salen de retratados una forma casi anecdótica los diturbios del 69 (herederos del 68 francés) no ayudan al espectador a recrear de una forma verosimil el entorno donde se desarrolla la historia de Tokio Blues, tormentosa tanto en el exterior como en el interior de su personajes, lo que deja frío al espectador durante la primera hora del metraje (la película tiene una duración de 2h. y 13m.), hasta que poco a poco, todo fluye de una forma más natural y el puzzle comienza a componerse, a lo que no ayudan, la inexpresividad del protagonista, Watanabe (interpretado por Keniuchi Matsuyama).
Aunque el director dice que los sentimientos del amor, la pérdida y el dolor son iguales en todas la partes del mundo (como una muestra más del YO globalizador que nos invade), donde afirma que sí cabe alguna diferencia, es en el modo de expresarlo. Un matiz que queda bastante claro en esta fallida versión filmada de la magistral Tokio Blues, pues se desenvuelve muy a las claras como una película asiática, en los ritmos, el colorido, los planteamientos y la forma de actuar de los actores, entre los que destaca Rinko Kikuchi en el papel de la atormentada Naoko.
Por todo ello, esta versión de Tokio Blues, se convierte en una sucesión de distorsiones visuales sobre la nostalgia, la pérdida y el dolor.
Crítica de Ángel Silvelo Gabriel