Revista Cultura y Ocio

Tom Ripley le pide a Patricia Highsmith que escriba sentada en el borde de una silla

Por Calvodemora
Tom Ripley le pide a Patricia Highsmith que escriba sentada en el borde de una silla
A Carmen Anisa, highsmithiana declarada
Leí que Tom Ripley tardó en venir al mundo. Su madre lo pensó y lo pensó muchas veces. Ninguna de las formas que prefiguraba para su personaje le satisfacía. Lo que Patricia Highsmith no encontraba era la postura. Cuenta que vivía plácidamente en una casa de campo. No tenía preocupaciones importantes. Las normales, las del escritor que no encuentra el tono o el estilo o incluso la trama. Primero hay que dar con el tono y luego viene todo lo demás, pero le faltaba el dolor, la rabia, la maldad incluso. Para alumbrar a Tom Ripley, un hijo de puta fino, uno de esos personajes malignos que arrebatan el corazón del lector desprejuiciado, Patricia tuvo que abandonar la comodidad. Cuanto más confort tenía, menos avanzaba la forja del personaje. Dice que su escritura era flácida. Por eso decidió sentarse en el borde de una silla. En ese posición poco favorable, el cuerpo es el que ordena qué hay que escribir y qué no. La idea confesada es que fuese el propio Ripley el que escribiese la trama, no ella, no el agente externo llamado Patricia Highsmith. Ella quedaría en una especie de corrector, pero la trama la dictaría el personaje. Luego opera el lector, que hace que su asesino (Ripley lo es de modo sustancial) caiga bien, adquiere incluso el rango de héroe, un seductor, una representación ambigua de cierto orden moral poco argumentable, de escaso afecto por las pautas adquiridas por la cultura. Patricia Highsmith tiene esa virtud: logra que la realidad se ponga en duda. Que la apacible normalidad guarde un resquicio de locura, un desatino, un hueco por donde se cuelan (sin que lo advirtamos) todos los demonios. Y la culpa la tuvo la silla, ese forzamiento intencionado del cuerpo. Se escribe bien del dolor desde el dolor. Por eso hay que sufrir para escribir bien. Por eso la paz (el amor, la armonía, la bondad del espíritu) son menos creíbles por el lector inteligente, es decir, por el que ha sentido dolor, por el que ha padecido y ha leído también en el borde de la silla. 

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