Ante algunas situaciones que atenazan la conciencia de muchos políticos católicos (disciplina de voto ante cuestiones que repugnan a su conciencia: ley del aborto, por ejemplo) puede resultarles alentador el ejemplo de Tomás Moro, cuya fiesta celebramos hoy. Él supo conjugar su vida cristiana con su cargo político, y supo ser fiel a su Fe en toda circunstancia: con prudencia para no hablar, pero también con firmeza cuando hizo falta. Por eso, cuando fue necesario, supo jugarse la vida antes que aprobar una ley injusta: el divorcio de Enrique VIII abriría la puerta a todos los divorcios de la humanidad. Ese drama de conciencia es el que relata ese precioso filme, “Un hombre para la eternidad”, que mereció 6 Oscars de la Academia, incluidos los de mejor película, director y actor.
Sí, Tomás Moro es todo un ejemplo de cristiano coherente que estuvo siempre abierto al mundo. Asistía diariamente a la Misa en su parroquia y se imponía severas penitencias que sólo su confesor y su familia conocían. Su casa era considerada la más acogedora de Londres. Y, por las noches, recorría los barrios bajos para dar limosna a los pobres más vergonzantes. ¡Todas las noches!
Toda esta vida cristiana no le retrajo de la vida pública. Todo lo contrario: le impulsaba a servir a los demás desde los cargos que le confiaban. Miembro del Parlamento desde los 26 años, fue elegido juez y subprefecto de la ciudad de Londres, y se opuso a algunas medidas injustas de Enrique VII. Con la llegada de Enrique VIII, protector del humanismo, Moro entró al servicio del Rey, quien le encomendó las más difíciles misiones diplomáticas en Europa. Lo nombró para varios cargos menores y, finalmente, le hizo Lord Canciller de Inglaterra en 1729, cuando tenía 51 años. Eran verdaderamente grandes amigos.
Irónicamente, Moro -a quien Enrique VIII mandó decapitar- fue su más fiel servidor. A diferencia de otros, que parecían servirle pero que sólo lo adulaban en beneficio personal, Moro siempre le fue fiel. Nunca habló mal de él, ni siquiera cuando se apartó de la fe que ambos profesaban. Prefirió callar, pero su silencio ante la decisión real de ir contra el Papa y la indisolubilidad del matrimonio fue más atronador en Inglaterra que todos los discursos de aquellos años revueltos. Todo el mundo sabía lo que Moro pensaba. No habló para no hacer daño a su familia ni al Rey, y ni aún así pudo evitar la tragedia. Lo peor de todo es que el Rey sabía que Moro seguía siendo su amigo, tal vez su único amigo.
Este pasaje de “Un hombre para la eternidad” (2' 16") resume algunos de estos aspectos que hemos mencionado. Y tal vez pueda inspirar a algún político en situaciones conflictivas.