Tomás Nevinson - Javier Marías

Publicado el 10 marzo 2022 por Elpajaroverde
«En Ruán cae a menudo la niebla, o quizá sube desde el río, no lo sé, en todo caso se cierne sobre las aguas y se mezcla con ellas o las envuelve o casi las sustituye, y entonces no se distinguen apenas las figuras que cruzan el puente y se hace difícil saber si van en dirección norte o sur, si están de frente o de espaldas y se alejan o se aproximan, si el rostro es nuca o la nuca es rostro. Son distintas y sin embargo parecen siempre las mismas, al difuminarse el contorno que nos define y nos divide a unos de otros. Se diría que se mueven a cámara lenta, porque su paso se torna grave y espectral aunque lo aceleren, y a la vez a cámara rápida, porque aparecen breves instantes y desaparecen en la bruma, que a veces, misteriosamente, como si hubiera un pacto, coincide con el tañer bravío de las campanas de numerosas iglesias —San Bernabé, Santa Catalina, El Cantuariense y Santa Decapitación; Santa Águeda, San Edmundo, San Juan Puerta Latina, San Bartolomé y la Trinidad, además del Monasterio y la Catedral— que llaman a misa o quién sabe a qué».

Sí, las figuras no se distinguen como no nos distinguimos nosotros cuando nos diluimos en la masa. Como se difuminan los asesinos dentro de la organización criminal a la que pertenecen. Como se despersonaliza a cada una de las víctimas dentro del cómputo creciente y total. Las campanas de las iglesias (y no solo las de Ruán) podrían tocar a muertos y su tañido convertirse en una rutina tal como la de las figuras que cruzan el puente (o la arteria principal) de cualquier ciudad y se hace así difícil, si se las contempla desde lejos, «saber si van en dirección norte o sur, si están de frente o de espaldas y se alejan o se aproximan, si el rostro es nuca o la nuca es rostro».

Para los miembros de ETA que asesinaron a Miguel Ángel Blanco (para todos ellos, en realidad) el rostro fue nuca o la nuca fue rostro. Ocurre que para los cobardes la nuca siempre prevalece. Para los que alzamos nuestras manos blancas, en cambio, el rostro de Miguel Ángel Blanco es difícil de olvidar. «El episodio de cuatro jornadas de angustia es inolvidable para quienes lo vivimos, pero muchos adultos de hoy eran niños o no habían nacido, y para ellos su desdichado protagonista es solamente un nombre y un símbolo, es decir, sólo un eco lejano y una sombra que se difumina, que es en lo que suelen convertirse al cabo del tiempo los símbolos y los nombres, y hasta los hechos: ‘Algo que pasaba en otra época, ahora ya no’. Ha corrido el calendario, ha corrido veintitantos años».

Han corrido veintitantos años y tal vez Miguel Ángel Blanco sea ya también un símbolo incluso para los que vivimos con angustia la cuenta atrás hacia su asesinato. Un símbolo de la crueldad gratuita, de la tortura de un chantaje irracional, de un superarse a sí misma en la escalada de horror a la que ETA nos tenía acostumbrados (de cuántos tañidos de campana tocando a muerto es responsable). Es un espanto real que poco a poco se convierte en abstracto, en histórico, en ficción. «Lo revivimos ahí, en las ficciones» (como yo lo he revivido leyendo la novela que os traigo hoy), «lo revivimos como si sucediera de nuevo, y además ante nuestros ojos en tiempo real. Pero la película y el libro se acaban, y al salir de la ensoñación nos horrorizamos y lamentamos que acaeciera ese espanto, que sufriera aquella gente pretérita que no está en el mundo, como tampoco quienes los torturaron o esclavizaron o pasaron a cuchillo sin compasión ni necesidad».

En esa misma novela de la que me dispongo a hablaros leo también lo siguiente: «Hace unos meses o semanas leí en los periódicos que los menores de treinta años vascos, con escasísimas salvedades (y no pocos de otras regiones), no tenían ni idea de quién había sido Miguel Ángel Blanco ni de lo que le había hecho ETA. Bastantes sólo guardaban recuerdos difusos de la propia organización terrorista, o bien creían las embellecedoras falacias transmitidas por sus mayores y sus siervos. Han pasado dos decenios desde 1997, algo más. No es como si se les hubiera preguntado por Daoiz y Velarde o por el Rey José I, que pese a todo figura en la lista de los monarcas de España: reinó un quinquenio y tomó unas cuantas iniciativas, no todas malas. Pero también es habilidad de los asesinos minimizar o borrar sus crímenes (no digamos justificarlos, eso va en el trabajo); ahuyentar su bruma fétida con los vientos o con una brisa insistente que acaba por convertirlos en una piedra ilegible o en ceniza en la manga de un viejo que éste se sacude de un manotazo. No les cuesta apenas, en las sociedades cómplices y avergonzadas».

No puedo culpar a los vascos menores de treinta años ni a los de cualquier otra comunidad autónoma, pues «cuánto se tarda en averiguar el pasado, pobres jóvenes de todos los tiempos. Deberían transmitirse los conocimientos durante la gestación y así no tendríamos que aprender desde el principio lo mismo, una generación detrás de otra y cada individuo por su cuenta». De hecho, cuando yo nací (al igual que cuando nacisteis muchos de los que me estáis leyendo) ETA ya existía y ETA ya mataba. Sin embargo, yo tampoco nací aprendida.

En 1987, diez años antes del asesinato de Miguel Ángel Blanco, la banda terrorista había perpetrado los famosos atentados del Hipercor de Barcelona y de la casa-cuartel de Zaragoza. Si bien recuerdo con nitidez muchos momentos del fin de semana (incluso del lunes posterior) que desembocó en el fatal desenlace para el joven concejal de Ermua, mis recuerdos de las barbaries acontecidas una década atrás son sumamente vagos. Hablo de mis recuerdos, de la niña que era entonces, no de lo que sé ahora. Y mis recuerdos solo me traen reminiscencias del atentado del Hipercor a través de los telediarios de la época. No es que prestara yo mucha atención a las noticias en aquellos años. Eran para mí como el tañido de campanas que se oye pero al que uno no se detiene a escuchar. Si embargo, como todo niño, aunque todavía no sabía muy bien de qué iba todo esto a lo que llamamos mundo, tenía una alerta innata para detectar cuando un tañido desentonaba entre los otros. Sí, yo nací con la ETA y su horror bien asentados, como tantos otros, y mi conocimiento de la ETA venía dado por otros tañidos: los de la familia, los del entorno, los de esa masa a la que todos pertenecemos para bien y para mal. No nací sabiendo pero me fueron enseñando, como a todos, hasta que llegamos a esa edad en que nos quedamos con unas cosas, descartamos otras e incorporamos alguna más según nos vayan llegando o según nuestra curiosidad.

Cuatro años después, en 1991, la banda cometería otro de sus atentados más sangrientos: otra casa-cuartel pero en este caso en Vic. Entre Vic, Zaragoza y el Hipercor de Barcelona, «cuarenta y dos muertos y ciento setenta y siete heridos». ¿Quién, sin embargo, aunque no fuera un niño como niña era yo en 1987, aunque contara casi veinte años como la que aquí escribe cumpliría en 1997 cuando mataron a Miguel Ángel Blanco, aun contando con más edad, quién se atrevería a poner nombre y apellidos (no valen trampas, no busquéis en Google) ya no solo a uno de esos ciento setenta y siete heridos sino a uno siquiera de los cuarenta y dos muertos? ¿Quién? «Es uno de los efectos malvados de la cantidad: cuanto más hay de una aberración o vileza, menos aberración o vileza parecen y más cuesta diferenciar cada una. La cantidad consigue la mayor de las perversiones, restar gravedad a lo muy grave, por eso dejan de contarse las bajas en las guerras, al menos dejan de contarse mientras duran y los caídos siguen cayendo. Y a veces los responsables prolongan sin necesidad sus guerras precisamente por eso: para evitar que se empiecen a contar los muertos que cargarán sobre sus espaldas».

Un año después del asesinato de Miguel Ángel Blanco, el 15 de agosto de 1998, tuvo lugar otra atrocidad. En este caso no la cometió la ETA sino el IRA (el IRA auténtico, en realidad, o RIRA), aunque, como ambas bandas armadas colaboraron entre sí, quizás no sea descabellado decir que la una fue en cierto modo responsable de los muertos de allí y el otro de los de aquí. «Sucedió en la ciudad de Omagh, Condado de Tyrone, de unos cuarenta y cinco mil habitantes. Era un sábado concurrido en las calles, y pocos fuera del Ulster se acordarán hoy de aquello, pese a que entonces causó una conmoción internacional. Pero la Historia apenas se enseña, o a conveniencia o tergiversada, y la reciente sencillamente se oculta a menudo, para que no salpique a los vivos que la protagonizaron; así es muy fácil olvidar, y aún lo es más ignorar». De hecho, creo que yo he ignorado esta tragedia más que olvidado. No tengo constancia de haber tenido noticia de ella. Ninguna reminiscencia ha venido a mi mente al saber de ella a través de esta novela de la que, sí, lo prometo, comenzaré a hablaros en algún momento. Creo, además, que no soy la única. «No hace tanto de 1998, y sin embargo poca gente en el mundo está enterada de lo que sucedió. Al fin y al cabo fue en una población norirlandesa mediana de la que casi nadie ha oído hablar. Ni siquiera en España, pese a que una joven y un niño de nuestro país perecieran en el atentado. La velocidad del olvido se incrementa cada año que pasa, y ya es prehistoria lo de hace dos, y lo de anteayer». Parece ser, pues, que en nuestras desmemorias y nuestras ignorancias no solo influye la distancia temporal sino también la espacial. Y, sin embargo, los muertos en Omagh fueron también muchos (veintinueve). «No lo hace menos grave que hayan muerto lejos de aquí». No debería.

No os voy a preguntar quién se acuerda de lo ocurrido en Omagh en 1998 (oye, que igual alguno está enterado, al igual que alguna tal vez sepa de alguna de las víctimas de los atentados anteriormente mencionados, que yo a veces vivo en la inopia, las cosas como son). No me resisto, en cambio, a lanzaros otra pregunta: ¿quién se atrevería a poner nombre, apellidos, apodo, lo que sea, ya no a algún miembro del IRA que participara en el atentado de Omagh (eso ya sería para nota), pero sí a algún etarra que hiciera lo propio en los atentados de Hipercor, Zaragoza o Vic? ¿Tal vez a aquellos que secuestraron y asesinaron al joven concejal cuyo nombre sí que recordamos todos? Yo he leído alguno de esos nombres que os pido en esta novela, pero tengo que reconocer que ya los he olvidado.

Panel dedicado a Miguel Ángel Blanco en el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo (Vitoria)
Fotografía de Zarateman bajo licencia CCO 1.0


Hay un nombre del que todos sabemos, que nunca olvidaremos y que no necesita presentación. Con deciros su apellido me basta: Hitler. Con solo leer y escuchar su nombre la cifra de muertos se dispara y alcanza cifras de seis ceros. A él si que le debió de dar igual lo de si el rostro es nuca o si la nuca es rostro porque de extinguir el rostro, la nuca y las demás partes del cuerpo se ocuparon otros en su lugar (siempre son otros los que se ocupan, si se piensa bien). Él es el símbolo del mal por antonomasia. El Holocausto no sucedió en la prehistoria, cierto es, pero no es menos cierto que es más pasado que los crímenes de ETA ni que, al igual que los crímenes del IRA, sucedió allende de nuestras fronteras. Lo de considerar algo pasado es algo relativo. Supongo que algo se convierte en pasado cuando lo dejamos pasar. Supongo que deberíamos de hablar también de algo así como distancia emocional.

Esta novela comienza hablando de Hitler. «La literatura permite ver a la gente de veras, aunque sea gente que no existe o que con suerte existirá para siempre, por eso nunca perderá su prestigio del todo». Por eso yo voy ya a dejar descansar a los muertos en paz y a comenzar a hablar de literatura, es decir, de la novela de Javier Marías sobre la que he venido a hablaros. Esta, en realidad, no comienza hablando de Hitler sino de la posibilidad de haber terminado con su vida antes de que se activara el contador de la escalofriante cifra de seis ceros y haber evitado, por tanto, toda la que se lio. 

La novela va de eso. Es decir, no va de Hitler, ni de Miguel Ángel Blanco, ni de los crímenes de ETA y el IRA, aunque todo y todos ellos aparecen en algún momento por sus páginas. La novela va de si es justificable, conveniente incluso, tal vez hasta deseable, terminar con una vida para evitar la pérdida de otras muchas, cometer un asesinato para evitar varios, borrar al verdugo para que la víctima no sea tal.

La novela se titula Tomás Nevinson. Tal es el nombre de su protagonista y también de su narrador. Os prometí hace tres reseñas hablaros de él y aquí estoy cumpliendo y trayéndoos al marido de Berta Isla.

La historia comienza tres años después del fin de la trama de la anterior novela de Marías, Berta Isla, de la que «Tomás Nevinson no llega a ser una continuación, pero con la que forma “pareja”, digámoslo así», o más bien así lo dice el propio autor. En mi opinión, ambas novelas se pueden leer separadas, o incluso se puede leer solo una y no leer la otra, pero sí pienso que leer Berta Isla incita a leer Tomás Nevinson y que una vez que uno se pone a leer Tomás Nevinson es un plus haber leído Berta Isla.

En Ruán, esa ciudad en la que «cae a menudo la niebla, o quizá sube desde el río, no lo sé», y en la que las campanas tañen porque hay muchas iglesias y no porque toquen a muerto (todo hay que decirlo), trascurre principalmente la trama de esta novela. Ruán es una ciudad situada en el noroeste español. Se trata de un nombre ficticio que quizás ni siquiera sustituya el nombre de ninguna población en concreto sino que más bien se me figura amalgama de varias que comparten tipología. Es una ciudad provinciana, de esas que antes eran calificadas como muy noble y leal, expresión que me hace acordar de aquella otra de de rancio abolengo.

Como de rancio abolengo tal vez se pueda calificar al propio Tomás Nevinson. Él mismo se declara como educado a la antigua. De hecho, es su primera afirmación al comienzo de la novela. Supongo que Javier Marías también fue educado así. Siempre tengo la impresión, cuando leo alguna de sus novelas, de que habla a través de las reflexiones de sus protagonistas. Siempre tengo la impresión, también, de que cuando se quiere salir de la corrección política, de las formas o el tono recurre a esos secundarios suyos que suelen adquirir cierto tono patético, pedante y cómico. No dejo por ello de ser consciente de que está en su ánimo provocar esa comicidad. El madrileño es un hombre del siglo XX, de ese «siglo pasado que algunos ya vamos echando de menos, los que nos acostumbramos al mundo en él», y en esta novela que nos ocupa se nota su apego a su siglo. No dejan de ser certeras sus críticas hacia el siglo XXI, pero también se detectan en ellas cierta cerrazón.

No voy a detenerme a comentar el estilo de esta novela, pues sería pararme a hablar sobre el estilo de su autor, lo cual he hecho cada vez que he reseñado alguno de sus libros. Siendo, además, la última de esas reseñas tan reciente, sería un poco ahondar sobre lo mismo. Vuelvo, pues, a la noble y leal ciudad de Ruán, a esa ciudad de provincias a la que ha sido destinado Tomás Nevinson.

Garden of Light, Omgh (2) // Jardín conmemorativo del atentado de Omagh
Fotografía de Kenneth Allen bajo licencia CC BY-SA 2.0 // Fuente: geograph.ie/p/924193


El que fuera su jefe en los servicios secretos británicos (al cual conocimos en Berta Isla, al igual que en esa novela supimos a que se dedicaba Tomás o Tom o Nevinson, según convenga) lo ha reclutado para una nueva misión. Ha de identificar a una persona. Ha de señalarla. Conseguir pruebas, si se puede. Se trata de alguien que participó hace años en un atentado. Lleva años aletargado en Ruán fingiendo ser un conciudadano más. No se trata de una venganza, no, no es cuestión de calmar la sed de alguien que no ha dejado pasar el pasado. Los servicios secretos no se vengan, si bien para los servicios secretos el pasado nunca pasa. Ellos están obligados a recordar por todos nosotros. Porque solo el que recuerda sabe. Solo el que sabe ve. Solo el que ve evita. Tienen pues, «que saberlo todo, lo máximo posible en nuestro trabajo. Historia es lo que más hay que leer, porque ahí están las enseñanzas y las instrucciones y las pautas de comportamiento para cada ocasión. Nosotros sólo nos encontramos variantes de lo que ha sucedido ya». La misión de Tomás Nevinson está encaminada, por tanto, a evitar que esa persona que ha de identificar despierte de su letargo y participe en nuevas atrocidades.

Pero, ¿cómo estar seguro de que volverá a cometerlas? Tal vez se haya arrepentido. ¿Cómo tener la seguridad, si acaso no se consiguen pruebas, de que se apunta a la persona adecuada? ¿Cómo condenar a aquel con el que se ha tomado contacto, se ha entablado cierta relación, se le ha cobrado, tal vez, cierto afecto? Porque «casi nadie es frío en todo momento y sin cesar. El asesino es a veces cariñoso y alegre, ríe y canta y toca instrumentos, sonríe y da palmadas y abrazos y a menudo se gana a la gente, la consuela y le eleva el espíritu, le da esperanza y un objetivo lejano con el que entretener y llenar la existencia, y así le da sentido y razón. ‘Uno de los grandes problemas de la vida es que no podemos tener ninguna emoción pura. Siempre hay en nuestro enemigo algo que nos gusta, y en nuestro amor algo que nos desagrada. Es este enredo químico lo que nos hace viejos, y nos arruga la frente y hace más profundos los surcos de nuestros ojos’, eso escribió un irlandés hace mucho más de un siglo, el poeta Yeats. Y añadió algo parecido a esto: ‘Nunca conocemos el odio sin trabas ni el amor sin mezcla, y nos fatigamos siempre con un “sí” y un “no”, y vemos nuestros pies enredados en la triste red del “quizá” y el “tal vez”’».

A todo el conflicto moral que presenta esta novela, a toda esa duda inmensa, a todo ese quizá y tal vez que oscila entre el sí y el no, yo añadiría otra pregunta de mi propia cosecha. Aun teniendo la seguridad de que señalamos a la persona adecuada, aun sabiendo que volverá a asesinar (de lo cual, nunca se puede tener la certeza), ¿cómo tener la seguridad de que con ese alguien borrado de la faz del mundo el mundo sería mejor, de que la barbarie en la que fuera a participar no se fuera a cometer igualmente o en su lugar alguna similar?

Hitler (continúo con mi cosecha propia) no actuó solo. Un holocausto como el nazi (ni como ningún otro) no lo provoca una sola persona, no nos engañemos. Hacía falta un caldo de cultivo. Hicieron falta más personas que actuaron por convencimiento, por fanatismo, por crueldad, por interés, por cobardía, por miedo (y a ver qué hubiéramos hecho todos y cada uno de nosotros en las mismas circunstancias, los que señalamos con el dedo desde la mayor o menor distancia temporal, espacial y emocional). Pudiera ser que si no se hubiera tratado de Hitler se hubiera tratado de otro individuo de características similares. Es bien probable que el fin de Miguel Ángel Blanco hubiera sido el mismo aunque fuesen otros con otro nombre y apellidos que tampoco conseguiríamos recordar quienes le dispararon a la nuca, incluso que, aunque Blanco continuara con su anodina vida a estas alturas y a nadie le dijera nada su nombre, fuese otro anodino concejal de otro anodino municipio vasco quien hubiera ocupado su lugar, manteniendo así nuestras almas en vilo durante cuarenta y ocho horas y haciendo que su nombre dejase de ser anodino y se convirtiera en cambio en todo un símbolo de la anhelada libertad. Es bien factible que los atentados del Hipercor y las casas-cuartel de Zaragoza y Vic, así como el de Omagh, la ciudad norirlandesa, no se hubiesen evitado aunque se hubiera eliminado a una de las personas que participaron en ellos, que pusieron la bomba, que lo organizaron o financiaron, pues otra hubiese ocupado su lugar. Cada uno de los verdugos es prescindible, como también lo son cada una de las víctimas. De lo que parece que no podemos prescindir es de lo que simbolizan unos y otros. Pero, por todo esto, «no sabemos regirnos, no sabemos vernos como una infinitésima parte de lo que el mundo lleva acumulado: si fuéramos capaces de eso nadie se levantaría de la cama nunca ni emprendería ninguna acción, en esa dimensión todo es fútil, estúpido y transitorio, y todo empeño resulta vano, hasta los que parecen cruciales en nuestra insignificante cotidianidad: salvar la vida de alguien, evitar desgracias, impedir matanzas, al final todo es indiferente en la marcha del universo que cruje, y aplasta y nivela al crujir».

«No se puede ser perezoso ni displicente, no se puede desaprovechar la ocasión porque lo habitual es que no se presente ninguna más, y acaso uno acabe pagando con su propia vida el escrúpulo o la duda o la piedad, o el temor a ponerse una marca indeleble —‘yo he matado alguna vez’—, lo ideal sería tener la presciencia de lo que cada individuo va a hacer y en qué se va a convertir. Pero si no conocemos a ciencia cierta lo acontecido, cómo podríamos guiarnos por lo que está por venir».
«Si hubiera sido capaz, tal vez ahora estarían vivos un montón de muertos». 

Imagen extraída de fotografía original del PP Comunidad de Madrid
(Homenaje a Miguel Ángel Blanco) bajo licencia CC BY 2.0


Ficha del libro:Título: Tomás NevinsonAutor: Javier MaríasEditorial: AlfaguaraAño de publicación: 2021Nº de páginas: 688ISBN: 978-84-204-5459-7Comienza a leer aquí
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