Descubrí -y conocí- a Tomaz Pandur hace siete años, en el Festival de Teatro de Bogotá, que la desaparecida Fanny Mikey convirtió en una explosión cultural en una capital necesitada de la palabra. Presentaba «Cien minutos», una singular versión de «Los hermanos Karamazov» en la que Pandur hablaba del desmembramiento de su país natal, Yugoslavia (nació en la actual eslovenia) a través de la novela de Dostoievski. Sin entender una sola palabra de lo que se decía en escena, me pareció un espectáculo magnético, un impresionante estallido de imágenes, sonidos... Una auténtica fiesta sensorial que duraba exactamente esos cien minutos del título. El teatro donde se presentó, cuyo nombre no recuerdo ahora, estaba abarrotado, con gente sentada en los pasillos y las escaleras, y su reacción fue extraordinaria (he de confesar que cuando volví a ver el espectáculo en Madrid, en el actual teatro Fernán-Gómez, no me cautivó de la misma manera).
He visto después todo lo que Pandur ha presentado en España: «Inferno», «Barroco», «Hamlet» y «Medea», además del ballet «Alas», que firmó junto a Nacho Duato. Unas me han gustado más que otras, pero en todas me ha seducido su universo estético, su genial manera de emplear la escenografía, la luz, el sonido, el espacio... Sus propuestas, además, nacen de la profundidad, de la reflexión, de un concepto filosófico del teatro que él convierte en imágenes y palabras, siempre trenzadas en torno a las ideas.
He escuchado críticas feroces hacia sus espectáculos -una colega mía le definió como «un bluff»-; puedo entender, aunque no lo comparta, que su teatro no convenza a todo el mundo. Pero sigo creyendo que es uno de los grandes activos del teatro europeo actual.
En «La caída de los dioses» Pandur rinde homenaje a uno de sus referentes: Lucchino Visconti. Su propuesta -por lo visto, repito, en el ensayo general- se abraza al guión del director italiano quizás con más fuerza de lo que lo ha hecho a otros textos que ha puesto en escena, incluido el polémico «Hamlet». La palabra, la historia -la creciente podredumbre de una poderosa familia en los albores del nazismo-, se mantiene siempre en primer plano, lo que no quiere decir que no llene de belleza y seducción el escenario, con una escenografía de Lumen en la que destaca el enorme e impertinente espejo, la ambientación sonora y las hábiles y hermosas luces de Juan Gómez-Cornejo. Es un espectáculo de una gran emoción, de latido constante, sugerente y hermoso... Y con actores totalmente entregados y convencidos: Belén Rueda -exquisita, bellísima, poderosa-, Pablo Rivero, Alberto Jiménez, Fernando Cayo, Manuel de Blas, Santi Marín, Olivia Molina, Francisco Boira y el pianista Ramón Grau.