Joan Fontcuberta, El món neix en cada besada, 2014Comienzo por uno de los besos más recientes y próximos a mí. Se trata del gigantesco mosaico creado por el artista Joan Fontcuberta colocado este mismo año en la plaza Isidre Nonell de Barcelona. A partir de 4000 imágenes sobre cerámica, el artista ha conseguido formar un gran beso en un muro que, como él mismo define, no debe ser el de las lamentaciones. Con motivo del Tricentenari, los 300 años desde la caída de Barcelona ante las tropas de Felipe V, Fontcuberta ha querido mostrar una visión de futuro, un símbolo de amor y una idea que aquí es tremendamente extendida y parece no acabar de llegar fuera: que la sociedad catalana –y en especial la ciudad de Barcelona– está abierta al mundo, a acoger a aquellos que vengan y donde todo el mundo puede encontrar su lugar. La obra es un gran beso a los que estaban, a los que están y a los que estarán, y seguro que se convertirá en un nuevo icono de la ciudad condal.
Dmitri Vrubel¸ Mein Gott hilf mir, diese tödliche Liebe zu überleben, 1990A pocos les sonará este título y este artista –yo soy el primero en desconocer que esta obra se llamaba así–. Pero si hablo de la East Side Gallery, la larga galería de graffiti sobre el muro de Berlín, y el beso entre Brezhnev y Honecker, a todo el mundo le viene la misma imagen a la cabeza. Esta obra tiene su origen en una fotografía de 1979 en que los dos protagonistas, altos cargos de la República Democrática Alemana (RDA), se besarían durante el 30 aniversario de esta misma. Aunque es común la idea de que el artista pretendía hacer una crítica al régimen comunista durante la Guerra Fría, lo único que quería mostrar era la unión de Europa y Rusia en un beso a pesar de su separación en la línea de un mapa. Pero leyendo el título (Dios mío, ayúdame a sobrevivir este amor mortal) no podemos más que pensar que algo de ironía va implícita en la obra. El estado lamentable del mural llevaría a Vrubel a repintarlo en el año 2009, con el temor que le provocaba desfigurar un símbolo mundial que él mismo había creado.
Pierre et Gilles, El beso, c. 1995No podía faltar esta obra entre los cinco besos que quería mostraros. Me he aventurado a titularla –aunque estoy bastante seguro de que se llama así– y a darle una fecha porque he sido incapaz de encontrar su datación, aunque puedo intuir que se inscribe en la década de los 90. Poco hay que decir: homoerotismo, libertad sexual, supresión de los prejuicios y universo kitsch. Creo que la grandeza de esta pareja de artistas franceses recae precisamente en que no hace falta devanarse los sesos para que el mensaje llegue al espectador. Por supuesto, estoy totalmente a favor de un arte que intriga y que sobrepasa al que lo mira. Pero en algo tan real y tan carnal como un beso, y más uno entre dos hombres con las repercusiones sociales que ello causa todavía a día de hoy, no hace falta más que lo que se quiere mostrar. Claro que se toman la licencia de envolverlo todo en un aura barroca y, hasta cierto punto, cursilona. Pero es que la herencia de James Bidgood, padre de esta estética y del porno gay artístico, la llevan totalmente arraigada a la piel.
Constantin Brancusi, El beso, 1907Viajamos ahora a un mundo totalmente opuesto a lo que acabamos de ver con Pierre et Gilles. Bajo el lema la simplicidad es la complejidad resuelta, Brancusi dedicaría su obra a encontrar la esencia de las cosas a partir de su reducción de formas. Por eso encontramos dos figuras antropomórficas entrelazadas y unidas por sus labios. Cabello, ojos, labios, brazos y cuerpo. Dos formas aparentemente divididas que luchan por fusionarse, formando un bloque compacto. Es la idea más pura del beso. La tosquedad de la obra es, precisamente, lo que conduce a pensar en el primitivismo que desprende ese beso, en la pureza que hay en él, un sentimiento que parece atrapado entre los brazos de los amantes. Me resulta inevitable pensar en El Banquetede Platón, cuando Aristófanes habla de los antiguos seres que fueron divididos por la cólera de Zeus. Eran los hombres, las mujeres y los andróginos, cada uno con cuatro brazos, cuatro piernas, un cuerpo circular y dos fisionomías. El temor de los dioses a que estos pudieran aumentar su poder hizo que quedaran partidos por la mitad, condenados a buscarse eternamente para volver a unirse. Quizás ese es el beso que nos enseña Brancusi, el de un ser que por fin ha podido volver a religarse y ser uno.
René Magritte, Les amants, 1928Este es uno de los cuadros que más quebraderos de cabeza ha traído a los críticos y que, particularmente, más me ha perturbado. Poco debería decirse de él, más que cuatro apuntes formales. Entendiendo que Magritte trabaja en el puro Surrealismo, qué puede decir alguien de la obra si no está dentro de la propia mente del artista. Lo primero que uno debe comprender al contemplar Les amants es que no hay beso alguno, no hay boca a boca. Dejémonos, pues, de amantes desconocidos, de amores trágicos y de secretismos y vayamos a la vida de Magritte. En la biografía de un surrealista es donde suele encontrarse la llama que enciende su obra. Con 14 años, el artista tuvo que ver a su madre ahogada en el río Sambre, en su segundo intento de suicido, esta vez logrado. El vestido le tapaba la cara. René Magritte negó hasta la saciedad que su obra rememorara aquel hecho. Dalí también negaba haber amado a Lorca y se murió con su nombre en los labios. ¿Quién puede entender a un surrealista? Sea como fuere, los amantes de Magritte seguirán intrigando a las generaciones venideras con un beso que ni siquiera es un beso.
Charlie W.