Los controladores aéreos no nos caen bien a nadie. No podemos entender el porqué de sus protestas cuando sabemos que sus sueldos alcanzan sumas de vértigo; tampoco podemos pasar por alto que siempre nos dejan tirados en fechas señaladas cuandos miles y miles de personas tenemos que viajar por razones familiares o por vacaciones, con las que llevamos meses soñando. Si quieren enfrentarse al Gobierno que lo hagan cara a cara, pero sin abandonar a su suerte a los pasajeros que somos, en definitiva, las víctimas de una guerra que se desata en los periodos de máximo tránsito aéreo. Esta vez, además, ni tan siquiera han recurrido al derecho legítimo de huelga, que les asiste como al resto de la ciudadanía. Han tirado por la calle de en medio y han hecho trampa al coger al unísono, y sin justificación médica alguna, baja por supuesta enfermedad, que no es otra que su ambición y su falta de respeto al conjunto de la población.
Dicho esto, sólo me cabe añadir que me resisto a dar por buena la decisión del Gobierno de decretar, por primera vez en democracia, el estado de alarma, que implica de facto la militarización de los aeropuertos. No sé se cabía o no otra vía de solución para resolver este conflicto, pero si sé, sin duda alguna, que recurrir a la intervención del ejército no sólo me incomoda, sino que, por encima de todo, me genera un gran rechazo. Me recuerda épocas pasadas y no me puedo sentir cómodo sabiendo que el Ministerio de Defensa se impone en los aeropuertos, los controladores pueden incurrir en un delito de sedición y los coronoles toman el mando de las torres de control. Imagino que esta decisión tendrá consecuencias políticas, y desconozco incluso si juridicas. Sólo el tiempo lo dirá. De momento, sabemos que los controladores actúan como piratas y el gobierno Zapathatcher antres de dialogar prefiere sacar el ejército a los aeropuertos, dos días después de privatizarlos. No me gustan ni los unos, ni los otros.