No me dan miedo, ni me invade el deseo de guarecerme o escapar.
Me parece un espectáculo a la vez magnífico y sobrecogedor.
Simple y llanamente me fascinan.
Por eso me encanta observarlas desde la ventana, o salir al porche para ver la lluvia cayendo a manta y los rayos partir el cielo sobresaltándome con el sonido de los truenos.
También me maravilla cómo, después de ese despliegue de absoluta destrucción, el cielo, el aire y las calles parecen estar más limpios.
Incluso las plantas crecen con un nuevo brío y todo lo que albergaba la tierra empieza a brotar con una fuerza que estaba escondida.
Hay grandes tormentas que arrasan el corazón.
Vientos huracanados que doblegan la mente.
Lluvias que te llenan de dolor.
Sin embargo, tendemos a huir de estas situaciones, yo incluida, por dos motivos principalmente.
Porque cuesta enfrentarse a las propias verdades o porque no queremos “dañar” la relación con alguien a quien amamos.
Durante estos últimos meses, por nuestro hogar han pasado varios tsunamis y algún que otro huracán.
Pero a mí me han traído personalmente una gran enseñanza.
Creo que en estas ocasiones, al igual que al principio, hay que salir fuera, bajo la ira de los truenos, a sabiendas de que puedes quedar empapado hasta la médula e incluso caerte un rayo.
Porque esa bendita tormenta, te permite confrontar tus tonterías, tus miedos, te hace mirar de frente lo que no quieres.
Y si sabes aprovecharla bien, reconducirá tu vida, pondrá las cosas en su sitio, te devolverá a tu camino y, al día siguiente, todo brotará con más fuerza desde tu interior.
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