Y ni siquiera el que pretende ser el gran punto fuerte de la producción, su ambientación, acaba funcionando. Hay una escena que parece que va a dar pie a un planteamiento interesante. Romano (un José Sacristán que realiza una interpretación muy gris), el capo de la mafia de Torremolinos - o algo así - es nombrado hermano mayor de una de esas cofradías de Semana Santa cuyos cargos pueden constituir una plataforma para establecer relaciones con las personas más influyentes - a nivel económico o político - de la sociedad malagueña. El momento evoca al comienzo de El Padrino III, pero Maillo, en vez de explorar las posibilidades de este contraste entre mafia y religión, utiliza el nombramiento únicamente desde un punto de vista estético: para justificar la decoración decididamente kitsch, repleta de cristos y vírgenes barrocos, del apartamento del jefe mafioso. Y no se conforma con eso, sino que también utiliza música inspirada en las marchas de Semana Santa para ambientar todavía más una vivienda absolutamente orientada a los gustos obsesivos de su morador. Nada más. No sabemos cómo compagina Romano tanto fervor con la dirección de un grupo criminal, ni con la facilidad con la que ordena matar a aquel que quiere retirarse del mismo, más allá de su afición por revivir las procesiones de su cofradía en pantalla gigante.
No sé cómo andarán los asuntos mafiosos en la Costa del Sol. Supongo que es una especie de santuario para ciertos criminales y los negocios turbios se llevarán con cierta discrección por ramificaciones de grupos rusos o sudamericanos. El caso de Romano es muy singular, puesto que en la película se nos muestra la pobreza de medios con los que parece poder erigirse en la piedra angular de la criminalidad de esta zona geográfica. No creo que anden tan mal las cosas entre los mafiosos de mi tierra para que a Romano le baste con una decena de tipos con armas tan improbables como palos, hachas y escopetas de cañones recortados de los años setenta - de las de un solo tiro - para protegerse. El final pretende ser una especie de homenaje al de El precio del poder, pero todo resulta un poco más ridículo que sublime en la escena que se desarrolla en el interior de ese edificio de Torremolinos tan psicodélico. Mención aparte merece un mal endémico de muchas películas de nuestro cine: la dicción de sus actores. Estando presente Mario Casas como protagonista el espectador tiene garantizado que no se enterará del sentido de la mitad de las frases que pronuncie. Algunos de los diálogos con su pareja cinematográfica, Ingrid García Jonsson, parecen directamente hablados en otro idioma. En resumen, Toro es una película que tenía todos los ingredientes para convertirse en una sólida producción de cine negro, pero al final resulta un título fallido, debido a que mezcla que se realiza de aquellos resulta decidamente indigesta.