Estas dos cintas cintas chilenas en competencia en Toulouse 2012 comparten una duración similar -se trata de filmes que apenas pasan de la hora de duración-, son igualmente modestas en sus alcances y optan por una puesta en imágenes escamoteadora. Se trata de Zoológico (Chile, 2011), segundo largometraje de Rodrigo Marín (Las Niñas/2007, no visto por mí) y El Salvavidas (Chile, 2011), opera prima documental de Maite Alberdi. Zoológico está centrada en las vidas de tres adolescentes diecisieteañeros que, a un año de entrar a la Universidad, no saben qué van a estudiar ni tampoco les interesa mucho, por más que sus maestros del exclusivísimo colegio al que asisten les echan el consabido choro de que son el futuro del país, que todo Chile cuenta con ellos, que se tomen en serio su decisión, etcétera... La guapa Belén (Alicia Rodríguez) tiene por lo menos algo claro: desea salir en la televisión y tener una noche especial con su novio. El "gringo" Camilo (Santiago de Aguirre) -que pasa unos días con el muy joven novio de su mamá, que se encuentra en el extranjero en algún seminario- no encaja en ninguna parte, odia su vida y apenas se entretiene paseando en bici y viendo videos de algún oso polar en un zoológico. El resentido Aníbal (Luis Balmaceda) no está mejor: sus papás también están separados y su único sueño es dedicarse a jugar con su patineta. Los tres son muchachos adinerados, los tres son buenos estudiantes, los tres parecen vivir en un constante estado de aburrimiento y apatía. Sus rebeliones son mínimas, instrascendentes aunque, por lo menos en un caso, crueles: Belén le miente a su mamá, compra condones y masturba a su novio bueno para nada; Camilo trata friamente al novio de su madre y se masturba tocando la ropa interior ¿de su mamá?; Aníbal insulta a su madre por teléfono y le tira su perro faldero a su padre, como una forma de revancha porque no le da permiso para irse a un tour de skating. La controladísima fotografía de Andrés Jordán privilegia el encuadre fijo, las conversaciones fuera de cuadro -no hay un solo padre de familia visible, a no ser el novio de la mamá de Camilo, que parece casi de la edad de su "hijastro"- y los pocos movimientos de cámara, cuando se dan, son lentos y funcionales. La frialdad de la puesta en imágenes, se entiende, tiene que ver con la observación distanciada de estos típicos "especímenes" de la juventud chilena de clase alta -que bien podría ser mexicana- y las tomas finales dejan aún más clara la intención: vistas fijas de las casas en donde viven estos y otros muchachos, tan tristemente enjaulados como el oso polar que va a ver a a un zoológico Camilo. El Salvavidas, documental de Maite Alberdi, tiene otra estrategia escamoteadora. Si en Zoológico nunca vemos a los papás de los tres muchachos, en El Salvavidas nunca vemos el mar sino hasta la última toma del filme. El salvavidas del título es un tal Mauricio Rodríguez, que trabaja en alguna playa chilena y que batalla para implantar el orden, pues los vacacionistas que van al mar lo último que desean es que alguien les diga lo que tienen que hacer. Mauro aguanta vara: se burlan de él por su aspecto -"Bob Marley" le dice uno, "colchón de piojos" le dice otro sin cuidar mucho si Mauro lo oye-, le invaden su torre de vigilancia para tomar fotografías, se niegan a quitarse de su camino cuando él se los pide y su propio compañero/rival de trabajo afirma que, en realidad, Mauro no es un rescatista porque nunca lo ha visto que se meta al mar. Y en efecto, no vemos que el serio muchacho -lentes negros, todo concentración, silbato en mano, boca cerrada en perpetua mueca de molestia- se meta alguna vez al agua. Mauro cree que el mejor salvavidas no es el que salva a alguien que se esté ahogando, sino el que previene que no entren al mar cuando no se debe y quienes no deben hacerlo. Así, vigila constantemente que nadie haga fuego en la playa, que nadie tome cerveza, que nadie fume mota, que nadie se vaya a esa parte peligrosa que nunca vemos y, de pasada, que nadie ande en calzones -"hombre, póngase un traje de baño, que se ve mal". El tipo llega a ser conmovedor en la futilidad de sus esfuerzos que nadie agradece porque la gente va a la playa a divertirse: a hacer una parrillada, a resolver crucigramas con una chela en la mano, a platicar de los maridos borrachales que ya no aguantan. Puede ser que Mauro tenga razón -de hecho, al final del documental un par de muchachos se ahogan; uno es sacado del agua por el salvavidas rival mientras Mauro ve todo sin intervenir; el otro muchacho se pierde en definitiva en el oceáno- pero, ¿cómo puede controlar Mauro a toda esa gente y, además, con tan malos modos? Es tan dificil como controlar el enbravecido mar que el frustrado salvavidas contempla en la última toma del filme.
Estas dos cintas cintas chilenas en competencia en Toulouse 2012 comparten una duración similar -se trata de filmes que apenas pasan de la hora de duración-, son igualmente modestas en sus alcances y optan por una puesta en imágenes escamoteadora. Se trata de Zoológico (Chile, 2011), segundo largometraje de Rodrigo Marín (Las Niñas/2007, no visto por mí) y El Salvavidas (Chile, 2011), opera prima documental de Maite Alberdi. Zoológico está centrada en las vidas de tres adolescentes diecisieteañeros que, a un año de entrar a la Universidad, no saben qué van a estudiar ni tampoco les interesa mucho, por más que sus maestros del exclusivísimo colegio al que asisten les echan el consabido choro de que son el futuro del país, que todo Chile cuenta con ellos, que se tomen en serio su decisión, etcétera... La guapa Belén (Alicia Rodríguez) tiene por lo menos algo claro: desea salir en la televisión y tener una noche especial con su novio. El "gringo" Camilo (Santiago de Aguirre) -que pasa unos días con el muy joven novio de su mamá, que se encuentra en el extranjero en algún seminario- no encaja en ninguna parte, odia su vida y apenas se entretiene paseando en bici y viendo videos de algún oso polar en un zoológico. El resentido Aníbal (Luis Balmaceda) no está mejor: sus papás también están separados y su único sueño es dedicarse a jugar con su patineta. Los tres son muchachos adinerados, los tres son buenos estudiantes, los tres parecen vivir en un constante estado de aburrimiento y apatía. Sus rebeliones son mínimas, instrascendentes aunque, por lo menos en un caso, crueles: Belén le miente a su mamá, compra condones y masturba a su novio bueno para nada; Camilo trata friamente al novio de su madre y se masturba tocando la ropa interior ¿de su mamá?; Aníbal insulta a su madre por teléfono y le tira su perro faldero a su padre, como una forma de revancha porque no le da permiso para irse a un tour de skating. La controladísima fotografía de Andrés Jordán privilegia el encuadre fijo, las conversaciones fuera de cuadro -no hay un solo padre de familia visible, a no ser el novio de la mamá de Camilo, que parece casi de la edad de su "hijastro"- y los pocos movimientos de cámara, cuando se dan, son lentos y funcionales. La frialdad de la puesta en imágenes, se entiende, tiene que ver con la observación distanciada de estos típicos "especímenes" de la juventud chilena de clase alta -que bien podría ser mexicana- y las tomas finales dejan aún más clara la intención: vistas fijas de las casas en donde viven estos y otros muchachos, tan tristemente enjaulados como el oso polar que va a ver a a un zoológico Camilo. El Salvavidas, documental de Maite Alberdi, tiene otra estrategia escamoteadora. Si en Zoológico nunca vemos a los papás de los tres muchachos, en El Salvavidas nunca vemos el mar sino hasta la última toma del filme. El salvavidas del título es un tal Mauricio Rodríguez, que trabaja en alguna playa chilena y que batalla para implantar el orden, pues los vacacionistas que van al mar lo último que desean es que alguien les diga lo que tienen que hacer. Mauro aguanta vara: se burlan de él por su aspecto -"Bob Marley" le dice uno, "colchón de piojos" le dice otro sin cuidar mucho si Mauro lo oye-, le invaden su torre de vigilancia para tomar fotografías, se niegan a quitarse de su camino cuando él se los pide y su propio compañero/rival de trabajo afirma que, en realidad, Mauro no es un rescatista porque nunca lo ha visto que se meta al mar. Y en efecto, no vemos que el serio muchacho -lentes negros, todo concentración, silbato en mano, boca cerrada en perpetua mueca de molestia- se meta alguna vez al agua. Mauro cree que el mejor salvavidas no es el que salva a alguien que se esté ahogando, sino el que previene que no entren al mar cuando no se debe y quienes no deben hacerlo. Así, vigila constantemente que nadie haga fuego en la playa, que nadie tome cerveza, que nadie fume mota, que nadie se vaya a esa parte peligrosa que nunca vemos y, de pasada, que nadie ande en calzones -"hombre, póngase un traje de baño, que se ve mal". El tipo llega a ser conmovedor en la futilidad de sus esfuerzos que nadie agradece porque la gente va a la playa a divertirse: a hacer una parrillada, a resolver crucigramas con una chela en la mano, a platicar de los maridos borrachales que ya no aguantan. Puede ser que Mauro tenga razón -de hecho, al final del documental un par de muchachos se ahogan; uno es sacado del agua por el salvavidas rival mientras Mauro ve todo sin intervenir; el otro muchacho se pierde en definitiva en el oceáno- pero, ¿cómo puede controlar Mauro a toda esa gente y, además, con tan malos modos? Es tan dificil como controlar el enbravecido mar que el frustrado salvavidas contempla en la última toma del filme.