En el kilómetro 281 de la prueba (www.letourdumontblanc.fr) en Bourg Saint Maurice, da comienzo el penúltimo puerto de la jornada: Cormet de Roselend.
Ninguna estridencia decora este lugar, no hay música de fanfarria ni histriónicos aspavientos, tan sólo hay rostros de cansancio y un silencio sepulcral.
Ahora que llega lo decisivo, lo duro, lo diferente, lo valiente, los demás participantes se incrustan inertemente en un pintoresco decorado y vuelves a estar completamente solo.
A las seis de la tarde llega la hora de pasearse por el incómodo alambre que separa al juez del bufón, más te vale ir atento.
La soga se estira y sientes la presión, te deja atenazado, te mueves pesadamente, ya no hay brío, atrás quedaron los momentos de gloria donde tu rueda fue acero y el asfalto mantequilla, comienzas a vomitar el ego, hay que ser modesto.
Cuando eres la tortuga del cuento estás en pleno naufragio y el éxito se basa en aguantar, la clave es la constancia, prohibido parar.
Al final la carretera te guía hasta la cima, paras en el último avituallamiento, el cuenta kilómetros marca los trescientos, miras tus enseres, rezas para no tener ninguna avería en la bajada y comprendes que ya está todo hecho.
Cormet de Roselend devoró la paciencia y terminó con el músculo pero dejó intacto el espíritu, la fuerza del alma cuando ya no queda una gota que sudar, el poso, el recuerdo de mi abuela Magdalena, la Collada de Campo Grande bien nevada, las heroicidades pretéritas cuando en la meta siempre se leía Dieste-Aísa, el orgullo y el pundonor.
Fuerza suficiente para acometer el último escollo, aunque, sorprendentemente, no fue necesaria.
Samuel Porcel Dieste.