“Estoy esperando ansiosamente a @Diezmartinez y su crítica-reverencia a Pixar y todas sus creaciones;
espero que en esta ocasión no se incendie”.
eljack13 en Twitter
Me informa mi hija que se encontró con un grupo en Facebook llamado “¡Quítate, niño, he estado esperando Toy Story 3 por once años!”. Para ser francos, es una lástima que yo no me haya topado con ese grupo virtual, porque bien pude haber formado parte de él. Es más: yo pude haberlo fundado. Y no sólo yo: tengo la sensación que la enorme mayoría de los que estábamos en el cine el fin de semana pasado podían haber hecho lo mismo. Exceptuando los inevitables escuincles –qué remedio: supongo que no sería prudente prohibir la entrada de los niños a las películas de Pixar-, la mayoría de los asistentes éramos personas que pasábamos, por mucho, las dos décadas de vida.
Es decir, los más ansiosos por ver Toy Story 3 (Ídem, Eu, 2010) no eran los niños de 5 a 10 años, sino sus hermanos mayores veinteañeros o, de plano, los papás.
Difícilmente esto es una novedad. Desde la década pasada, buena parte del cine animado estadounidense –y no sólo el de Pixar- está dirigido no sólo a los niños sino también a sus padres. Es más: creo que bien podría defenderse la idea que las más logradas películas animadas de Hollywood desde Toy Story (Lasseter, 1995) presumen un discurso adulto –esto escrito en el más amplio sentido del término- que no tiene empacho de tocar temas tan aparentemente poco infantiles como la muerte, el olvido, la vejez, la frustración o las neurosis. Toy Story 3 (Ídem, EU, 2010), el casi seguro punto final de la trilogía de Woody, Buzz y amigos, no es la excepción.
Ubicada unos diez años después del fin de la segunda película, Andy ya ha dejado, por supuesto, de ser un niño y hace tiempo que no pela a ninguno de sus viejos juguetes. De hecho, está a punto de irse a la universidad, por lo que tiene que dejar su cuarto para que su hermanita Molly –que ya también dejó de jugar con su Barbie- la ocupe. Andy no sabe qué hacer con sus “amigos fieles” Woody, Buzz, Jessie, Rex y compañía. ¿Echarlos a la basura?: ¡nunca! En todo caso, piensa mandarlos al ático y, eso sí, llevarse a Woody a la universidad. Una confusión, sin embargo, hace que todos los juguetes terminen donados a la guardería Sunnyside, una suerte de lugar de retiro para todos los juguetes olvidados. Sin embargo, muy pronto se descubrirá que el administrador de ese supuesto paraíso, el oso Lotso, es en realidad un desalmado carcelero en la mejor/peor tradición de las películas de prisión, por lo que Woody tendrá que planear El Gran Escape (Surges, 1963) para salvar a sus amigos y subrayar su leyenda, La Leyenda del Indomable (Rosenberg, 1967).
La gran diferencia entre el mejor cine de Pixar y, digamos, la saga Shrek de Dreamworks salta de inmediato: aquí las citas culteranas/cinefílicas –como las ya mencionadas o el discreto cameo del Totoro de Miyazaki- se hacen de pasada, sin presumirlas demasiado. Al final de cuentas, a Pixar le importa mucho menos los saqueos cinematográficos pusmodernos y mucho más emocionar genuinamente a su público. Es decir, a Pixar le interesa lo que cuenta, cómo lo hace y el destino de sus personajes, más que apantallar con los más nuevos chunches tecnológicos o jugar al check-list pseudo-tarantinesco de las citas citables. Vaya, los cineastas de Pixar son unos maestros a la antigüita: sólo quieren contarnos un cuento.
Y el director de Toy Story 3, Lee Unkrich (quien antes había codirigido Toy Story 2/1999, Monster, Inc./2001 y Buscando a Nemo/2003) es, por supuesto, un maestro más en el equipo. Logra hilvanar, sin mayor problema, las emocionantes escenas de acción del escape carcelario -¡ese horrendo chango vigilante!-, con el desternillante roller-gag del Ken metrosexual -¿es el modelaje de Ken al ritmo de “Le Freak” la más graciosa escena de la trilogía?-, con el cotorro doble cambio de personalidad de Buzz con todo y baile a lo Gypsy Kings, con el espléndido flashback que explica el origen del resentimiento de Lotso, con la impresionante secuencia del basurero y con la quieta, serena, devastadora escena final, que hizo llorar a mi hija y, ni modo, también a mí.
En esa eficazmente chantajista escena final, Andy presenta y se despide de cada uno de los juguetes que han formado parte de su vida. Lo hace frente a nosotros, así que no hay manera de voltear a otra parte: aquí está el señor Cara-de-Papa y su esposa, aquí están los tres extraterrestres verdes de un solo ojo, aquí está el villanesco cerdo alcancía, aquí el feroz T-Rex, aquí la indomable vaquerita Jessie… En la medida que avanza la escena, el nudo en la garganta se hace más grande.
¿Ya no habrá, entonces, más Buzz, más Woody? Por supuesto que no: Pixar sabe que la fuerza dramática de sus películas radica en eso: en recordarnos que si bien es cierto que la felicidad existe, ésta es acompañada siempre por la vejez, la separación e, incluso, la muerte. Por eso mismo Toy Story 3 es la cinta con mayor cantidad de gags visuales y verbales de la trilogía: había que balancear las lágrimas con las risas. Mejor dicho, con las carcajadas.