Suelo leer la contraportada de los libros, que es donde aparece todo lo relativo a la edición y los derechos, y sin embargo debo reconocer que pocas veces he prestado atención a los nombres de los traductores y su inmensa labor. Hasta hace poco, cuando me encontraba leyendo algunos cuentos de Edgar Allan Poe. En concreto una edición exquisita con ilustraciones de Benjamin Lacombe que Edelvives ha publicado bajo el título Cuentos macabros.
Cosas de la vida, tenía en casa otra edición de los cuentos de Poe, de manera que tomé ambos libros y me dispuse a comparar algunos relatos. La versión del segundo traductor era más literal y en ocasiones incluso abrupta. En cambio, la de Cortázar resultaba más suave: las frases se deslizaban unas tras otras, había nuevas pausas y repeticiones, y algunas palabras, juguetonas, habían cambiado de lugar. Sin duda Cortázar había ofrecido al texto de Poe una frescura distinta pero que, en cierta medida, había perdido parte del estilo original. ¿Es esto lícito? Es decir, ¿debe el traductor permanecer al margen y limitarse a ser literal o, por el contrario, debe “mostrarse” y ser más subjetivo?
Una de las mejores novelas que leí el año pasado fue Pomelo y limón. Su autora, Begoña Oro, que entre otras muchas cosas ha sido traductora, otorga una gran profundidad a la obra gracias a las palabras que escoge en cada situación, como bien nos contó cuando la entrevistamos. Y ahora yo me pregunto, ¿cómo sería Pomelo y limón en inglés? O en francés, o en alemán… Contiene tantos juegos de palabras y tantos dobles significados que si se tradujese probablemente perdería gran parte de su esencia. A menos, claro está, que el traductor mostrase su vertiente más creativa y no se limitase a una traducción literal. Sin embargo, ¿acaso entonces la novela no pasaría a ser una versión de sí misma, tal vez enriquecida pero también transformada?
Esta última pregunta podemos hacérnosla cada vez que leemos adaptaciones de clásicos. Por ejemplo, en el caso de la reedición de Torres de Malory (Enid Blyton) que publica Molino, la traducción es tan libre que el lenguaje se ha adaptado al de nuestros días y se han omitido algunos detalles racistas que podían entreverse en la obra original. ¿Está bien alterarla tanto? Por mucho que los lectores más jóvenes vayan a sumergirse en la historia de forma más sencilla y atractiva, ¿no es cierto que estarían leyendo una obra firmada no sólo por Blyton sino también por aquellos encargados de su reescritura?
Otro ejemplo muy conocido es el de la saga Los juegos del hambre, de Suzanne Collins. ¿Alguien recuerda cuánta gente se echó las manos a la cabeza cuando al pájaro mockingjay se le llamó sinsajo? Pilar Ramírez Tello, en su papel de traductora de la saga al español, optó por rebautizar el nombre de ese animal inventado en lugar de mantener el original.
Traducción libre versus traducción literal. ¿Cuál es la idónea? Parece que cada caso es único y, por tanto, debe ser tratado de una forma u otra. Lo que sí queda claro es que la labor del traductor tiene un valor importantísimo y no parece tarea fácil precisamente. Traducir palabras que no existen, títulos de libros y libros enteros, tomar miles de decisiones y enfrentarse a situaciones complicadas, asumir que cada elección puede gustar y disgustar a los lectores… Imaginad por un instante que sois vosotros los que realizáis esa labor, los que tomáis cada decisión: ¿no sentís el vértigo subir por la boca de vuestros estómagos? Impresiona, ¿verdad? Así, ¿no es por tanto la traducción un arte en sí mismo, un hermano pequeño de la escritura que debería ser más reconocido?