Ahora, resulta que los dioses son también mortales y ellos fingían ignorarlo, lo que, entre otras cosas, demuestra que no creen en nada.
Y, si los propios dioses no creen, ¿cómo vamos a creer nosotros?
Estos días, al socaire de la muerte de estos dos dioses, Botín, Santander, y Alvárez, El Corte inglés, he leído por ahí, Raúl del Pozo, que este último se consideraba a sí mismo un tendero, que estaba célibe y que vivía con su madre en un piso abarrotado de libros, los había en los sitios más insospechados, debajo de la cama, junto al orinal, y que el otro, el dios de dioses, esa especie de Júpiter cecijunto, jodía con Paloma O’Sea no ya sólo por satisfacer sus naturales impulsos de gran follador sino porque quería que sus múltiples hijos fuera todos muy cultos. Joder. ¿Para qué, si sólo se trata de apalear millones y, como mucho, acumularlos en uno de esos Bancos de verdad que sólo quedan ya en la pacífica Suiza.
El caso es que los dos más famosos empresarios de España han acabado por morirse como cualquier hijo de vecino de manera que bien podíamos acabar este leve comentario con el famoso “sic transit gloria mundi” pero es que ni siquiera esto es verdad en este tan asqueroso como jodido mundo.
Alvárez había comenzado a fracasar incluso como tendero y su negocio no vendía ya tanto como antes nunca sabremos por qué, ya que el verdadero misterio es que esta tienda fuera una de las que más vendían de Europa siendo así que indudablemente era la más cara.
El caso es que El Corte inglés veía cómo sus colosales cimientos habían comenzado a temblar y el tendero célibe de los libros junto a los orinales había empezado a ponerse nervioso de modo que llamó a Pizarro, aquel otro abogado del Estado que entregó en bandeja Endesa a los italianos y le encargó que se sacara un truco semejante de la otra manga.
Pero no ha dado tiempo siquiera a atisbar cómo va a funcionar este ensayo porque el dios soltero y lector, quizá fuera aquello por esto, se nos ha muerto, como del rayo, sin que, que nosotros sepamos, lo quisiera ardiente y realmente nadie.
Ahora, sí, ahora sí que tal vez podamos escribir eso de que así pasa la gloria de este mundo, porque ya de este hombre sólo se van a acordar sus empleados pero para maldecirle.
Pero ¿y el otro? El otro sí que parecía un verdadero dios porque jodía casi tanto como Júpiter y no se lo decía a nadie, pero de poco le ha servido por mor de Pablo Iglesias y esos jodidos tipos, los catalanes.
Botín era como Felipe II, en sus jodidos dominios nunca se ponía el sol, pero ahora un tipo con coleta y con camisas de Alcampo, joder, pero ¿será posible?, se había empeñado, coño, en tocarle, mal, los puñeteros cojones. Había demostrado en las últimas elecciones europeas que el nuevo muro de Berlín no era tan sólido como parecía.
Y Botín era un tío listo si no lo suficientemente genial para atisbar que así comenzaron su caída todos los imperios que en el mundo han sido, primero, una pequeña grieta y, luego, el desastre.
Y esto lo disgustó de tal modo que abandonó la Italia de su amigo Berlusconi y vino a morir a Madrid, donde medio pueblo ya era suyo.
Pero, ay, que el gran miguel dejó escrito que la muerte está ella toda llena de agujeros, y de cuernos de su mismo desenlace, por eso sobre esta piel de todo pisa y pace un luminoso prado de toreros, ¿o es que Botín no era tan calvo y barbado como un auténtico picador, si bien su pica sólo fuera de carne?
De modo que entre los catalanes y el Iglesias le hicieron reventar el corazón y no le sirvió de mucho que la O’shea interpretara la Patética como un verdadero ángel.
De modo que no hubo más remedio que enterrarlo en esa inmensa finca familiar en donde estaba construyéndose una pista para aterrizaje de aviones supersónicos.
Los dos habrán llegado casi al propio tiempo a la jodida puerta del Olimpo y la cuestión estriba ahora en saber a quién habrán dejado entrar primero.