El derecho de cada quien a vestir como le plazca es inalterable, pero también lo es el de los demás a disfrutar de ciertos cánones estéticos que ahora no sólo no son respetados, sino que se violentan sin pudor en cada esquina. Ropas colocadas al desgaire, sin ningún sentido de la elegancia o la combinación, gentes vestidas como si se hubieran anclado en una pubertad eterna y asesina de futuro, como un rapero que encuentro, una vez más, en el autobús, tal vez llegue a los treinta, pero su envoltura lo ha disecado más o menos en la mitad.
Gorra ladeada y enorme, pantalones culeros (alguien debería contarle que esa moda viene de las cárceles norteamericanas, y que quienes se bajaban los pantalones así transmitían un mensaje de disponibilidad sexual), camiseta tres tallas mayor, zapatillas de marca italiana con el logotipo más grande que la suela, una cadena uniendo el ombligo y la cartera y, por supuesto, enormes auriculares de los que escapan los decibelios, que creo debe ser lo que más me molesta. Que el tipo vaya moviendo la mano como si se hubiera escapado de un vídeo neoyorquino ya es casi lo de menos.