Entro en un bar para sumergir la pluma en un café y seguir escribiendo. Cuando no hay gente, y no hay gritos, es la televisión la que adoctrina desde lo alto a todos los oídos ciegos. Desde la pantalla brotan portadas de alguna mujer desnuda, los programas vomitan mentiras y supuestas noticias sobre las vidas de quienes llegan a la fama por no hacer nada. Se ofrece un número de teléfono para que el espectador llame si alguien de su familia le ha engañado, o si cree que la nueva mujer de su padre, treinta años más joven, se ha casado con él para estafarle y desheredar a los hijos, hay testimonios de gente anónima que exporta sus heces por las tuberías catódicas, y que luego finge en directo un pudor que nunca ha conocido. Hace tiempo que dejé de preguntarme por qué se emiten ciertas cosas, al menos he aprendido a esquivar la basura y desterrar las náuseas, pero no dejo de sentir lástima por los que miran hacia arriba, hacia el carísimo y podrido plasma, y degluten sin rechistar su vespertina dosis amnésica.