Veo en la cubierta de Transatlántico, última novela del irlandés Colum McCann, a una serie de personas montadas en unos mágicos columpios. Visten como hace un siglo y me mente empieza a fantasear. Abro el libro esperando una historia de antaño, con piezas de lentitud y relaciones pausadas, sin la velocidad que nos devora en la actualidad. Al empezar la lectura me transporto con el viaje de dos aviadores que cruzan por vez primera el Océano, de Terranova a Irlanda, y me fascina esa tensa calma de la duda, de ignorar si el viaje llegará a buen puerto entre defectos tecnológicos, avatares del destino y la naturaleza, musa a la que el hombre se empeña en desafiar, quizá por encima de sus posibilidades. Estas divisas ya determinan el tono del volumen, donde el azar se llama vida y las circunstancias abarcan generaciones, de ahí que la clave del embrollo sea una carta en un bolsillo, perdida para su destinatario y recuperada una centuria más tarde, como si las palabras esperaran su oportunidad para reaparecer en el momento justo, que en este caso es narrativo, como si así el autor corroborara su maestría en la arquitectura de su creación.
Porque si por algo destaca Transatlántico es por el magnífico encaje de sus piezas. La trama es un recorrido histórico y sentimental donde no sólo son protagonistas los hombres, peones de un escenario que se erige en actriz estelar de la tragedia: Irlanda, prima donna devorada por los personajes desde distintos ángulos que abarcan el tobogán de un país glorioso y maldito. En este sentido el viaje inaugural es un aperitivo que sirve para introducir la cuestión del vaivén entre la isla y América, que no termina de concretarse, porque la disposición cronológica de los episodios permite mantener el suspense, hasta que el relato avanza y descubrimos que los saltos temporales y espaciales no obedecen a ningún capricho: tienen una lógica que está en el armazón de Transatlántico desde su capítulo fundacional.Este caudal, contar una evolución del mínimo y el máximo, del grupo y la Nación, no es obviamente nada nuevo. Si nos pusiéramos quisquillosos, nada pasaría si así fuera, podríamos esgrimir que McCann oculta con los pilares de su edificio un interior que bebe de la tradición decimonónica, enmascarada por los giros y su desorden ordenado, reivindicada desde la perspectiva de un mundo donde siempre será posible, ya lo apuntaba Muñoz Molina en un artículo de un suplemento cultural, hallar nuevas historias para goce de la pluma y satisfacción de los lectores. Este pensamiento se metaforiza con la carta ya mencionada, ejemplo de cómo siempre el horizonte puede depararnos argumentos que atienden nuestra llegada para salir del sobre y abrir una puerta que potencie la curiosidad desde un sosiego que es un acicate para la investigación, el conocimiento y la luz que es escarbar sin prisa, a sabiendas que nuestros pasos pueden transportarnos al punto justo, que en literatura muchas veces se desdeña, empeñados como están ciertos narradores en excusar su falta de imaginación con artefactos que dicen ser estilo, sin más.