En la década de los 80 pasamos por cierta prosperidad económica capaz de encubrir cualquier posible decadencia. El mundo ya no es lo que era; si España se levanta como democracia, la caída del Muro de Berlín presagia un cambio en la Unión Soviética, por lo que ese reino de Livonia, que demandaba el príncipe Tuukulo en El negociado del yin y el yang y en El rey recibe, se hace más factible.
En esta tercera entrega, Rufo Batalla también se ha estabilizado, y ha prosperado muchísimo pues al casarse con Carol Escolá, hija del empresario Víctor Escolá, pasa a formar parte de las familias más adineradas de Barcelona. Cuando comienza a viajar, a instancias de enigmáticas llamadas que aluden al príncipe y a Queen Isabella, se da cuenta de que será difícil compaginar su vida matrimonial con su afán detectivesco. No obstante, como se aburre, viaja de nuevo a París, Londres, Austria, Moscú o Nueva York.
Pero Rufo no es un detective al uso, a veces el lector tiene la impresión de estar ante un personaje de cómic. Todo le surge de manera disparatada y se embarca en la aventura casi de forma temeraria. Los hechos le van viniendo casualmente y él los recibe sin aspavientos, sin demostrar demasiado interés por lo que va a suceder. Esto es perfecto para que vaya relatando su periplo objetivamente, sin engreimiento ni falsa modestia. En esos momentos deja de ser un personaje de ficción y asume rasgos de su autor, porque Eduardo Mendoza va desnudando su alma en reflexiones, sueños o deseos que echan por tierra algunas de las ideas sobre las que se sustenta nuestra sociedad.
Trasbordo en Moscú es una comedia de reflexión social. Es reflexiva porque cualquiera de sus personajes, en un momento u otro del argumento expresan sus razonamientos sobre diversos enfrentamientos que, si comenzaron a finales del siglo XX o antes, aún no se han resuelto sino todo lo contrario. El problema es que todos opinamos de todo y parece que nos preocupamos más de lo que sucede a los demás que de lo que podríamos arreglar en nuestro entorno. Es más fácil hablar de problemas ajenos, como el asesor jurídico madrileño, Arévalo, quien "estaba alarmado y un tanto molesto por la presencia cada vez mayor de la lengua catalana en las relaciones personales, en los medios de comunicación y, sobre todo, en la enseñanza primaria", problema que se presentaba a "quienes consideraban indiscutible la unidad de España" y no a quienes no toleran que en el territorio español exista una verdadera diversidad de lenguas y comunidades.
Hay un sector de la población, lamentablemente cada vez mayor o que cada vez se deja oír más, que considera que todo lo que no es de derechas es comunismo; ante esto Rufo recapacita sobre lo defectuoso del mundo y del ser humano. Si es cierto que el hombre es imperfecto cualquier sistema de gobierno lo será, pero hoy más que nunca vemos en el capitalismo una corrupción desmesurada, mientras que en un sistema comunista "No creo que haya grandes cuentas en Suiza o en las Islas Caimán [...] ¿Dónde preferiría que creciera mi hijo?".
Otras observaciones interesantes recaen en conceptos tan dispares sobre qué es el dinero y si lo despreciamos de verdad. La diferencia sutil entre clasismo y racismo es clave en países desarrollados, que admitimos a personas de cualquier raza siempre que sean de una determina clase social. El grupo cobarde de la clase media que "se burla de la vulgaridad" del proletariado mientras que esa clase media es "plañidera y servil, cumplidora de la ley, fiel a los preceptos de la Iglesia, leal al que manda [...] creada por la clase dominante [...] como señuelo para engatusar a los pobres". Probablemente solo mirando desde esta perspectiva entendamos el porqué del aumento de la derecha en la clase media, se ve incapaz de llegar a clase alta pero teme quedar relegada al escalón proletario.
Encontramos especulaciones sobre las consecuencias que el paso del tiempo va dejando en nuestras ilusiones perdidas, que nos llevan irremediablemente a adoptar actitudes cómodas y eficaces para nuestro bienestar. Reflexiones sobre el arte en general y la labor del crítico en particular quien, al desentrañar la obra para que esté al alcance de todos, ¿la desliga del arte como expresión del artista? Razonamientos sobre la poca efectividad del teatro independiente cuando se repiten las mismas técnicas, pues cansan al público y a los propios autores y actores. El teatro independiente debe ser variado en temas y métodos, y englobar al resto de manifestaciones artísticas, por esta dificultad que conlleva es más fácil querer buscar "otras salidas". Consideraciones generales sobre el ser humano, tan explícitas y obvias que, al pensar en ellas, no podemos evitar sentir cierto temor ante algunos supuestos hombres "Si algo distingue a los humanos de las fieras es la capacidad de empatía, de generosidad y de perdón", y nos llevan al verdadero sentido de la justicia y la igualdad ¿Existe? ¿Para todos? Está claro que son pilares que se tambalean. Cualquiera hace lo que sea por mantener su nivel, o el que cree que le corresponde, por eso el príncipe Tuukulo "con vistas a la toma del poder [...] contactos con los sectores más execrables de la sociedad [...] Con todos ellos había contraído deudas cuantiosas [...] por prudencia, desde hacía un tiempo vivía oculto en un lugar solitario, fuertemente custodiado" ¡Vaya! ¡Qué cercano siento todo esto!
Hay muchas formas de afrontar estos problemas y Eduardo Mendoza los expone desde el lado amable, aparentemente despreocupado. Con un ojo clínico de observador perfecto, no es la primera vez que se vale de un personaje convertido, por circunstancias ajenas, en detective para soportar, entender y desentrañar lo que nos rodea, desde lo más evidente hasta lo dudoso. No cabe duda de que el prototipo de detective absurdo-surrealista es el innombrable residente en una institución psiquiátrica, que en condiciones casi mendicantes nos sacó numerosísimas carcajadas y alguna lágrima, desde la primera hasta su última aventura (El secreto de la modelo extraviada).
Rufo Batalla tampoco es detective de profesión, pero se deja llevar por lo que le proponen y recorre medio mundo analizándolo. En esta entrega, la última de Mendoza (¡No me lo quiero creer!), el espía se ha capitalizado, no por méritos propios sino matrimoniales; Rufo no niega que vive bien gracias a sus suegros, que lo aceptan desde el principio porque saben que no les dará problemas, porque Rufo Batalla, como su creador, también es amable, conciliador, el personaje perfecto para protagonizar una comedia. Mediante el humor, Mendoza puede desplegar una visión amplia de la sociedad, al conseguir que empresarios, políticos, gente culta o analfabeta, ricos o pobres rodeen a Rufo Batalla como un coro griego que presagia la tragedia "en nuestra sociedad el pequeño estafador ya no tiene nada que rascar [...] Hoy aquí mandan las mafias, señor Batalla. Créame, yo no tengo estudios y soy un fontanero retirado, pero en mi juventud fui apoderado de novilleros y he visto mundo".
El humor de Eduardo Mendoza es inigualable, con un estilo propio, mendociano, a medio camino entre los hermanos Marx y Mihura, cuya base es una mezcla de expresiones ingeniosas, inteligentes y absurdas que se dicen como evidencias mientras somos testigos de acciones cercanas a imágenes vívidas y gesticulantes. Los juegos de palabras son inverosímiles y el comportamiento muchas veces infantil, con exageraciones expresadas por defecto
Soy buen fisonomista, pero para los nombres, una calamidad. Mi amigo es alto, fuerte, de rasgos eslavos [...] -Si no me da más datos... -No se me ocurre ninguno másLas conclusiones inesperadas al ofrecer respuestas que no se ajustan a la pregunta, o al confirmar lo contrario de lo que en principio se pretende, son de gran hilaridad, sobre todo porque traspasan las fronteras ficticias de la novela y se acercan a la realidad más actual: "Como los dos ganaban un buen dinero y sentían apego por aquel lugar, habían ampliado la casa, añadiendo a la vieja construcción un edificio moderno, rectangular, de muros blancos y grandes ventanas. El conjunto era un adefesio".
Eduardo Mendoza nos deja escenas que sacan la carcajada no importa las veces que las leamos. La del perrito Walter huyendo ante la amenaza, "¡Walter, deja de ladrar o te daré una azotaina!" e intentando ser atrapado por su dueña, Mimí, que "lo perseguía a cuatro patas" y por el mayordomo Antonio quien "A mi madre la tiene convencida de que es abstemio pero a partir de las seis de la tarde no se aguanta en pie", es épica. Pero sobre todo, Mendoza es un excelente escritor y un hombre bueno, y culto. De ahí que la novela quede salpicada por curiosidades de los grandes de la literatura como Shakespeare o Vázquez Montalbán, y por citas de obras de John le Carré, Cervantes, Quevedo o San Agustín.
Transbordo en Moscú supone el cierre perfecto para esta trilogía que representa una mirada crítica al siglo XX. Espero, deseo, que no sea el cierre de su labor como escritor. Un genio. Y un modelo a seguir.