Transcendencia

Por Juancarlos53

El corazón me iba a cien por hora. Parece mentira que una lectura por muy angustiosa o de suspense que sea se pudiese clavar en mi ánimo con tal intensidad. No podía por menos que identificarme con el personaje de ese relato, con su mala conciencia, con su nerviosismo, con su irascibilidad.

 «La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.», leía espantado,  con el corazón en un puño.  Eran por lo menos las dos de la madrugada, el sueño había huido de mí, las narraciones extraordinarias de Poe me tenían completamente atrapado, abducido. Buff, la verdad es que de siempre mi relación con el norteamericano ha sido de amor-odio, del tipo te aborrezco, no te soporto, pero no consigo desprenderme de ti.

«Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche».A partir de aquí la narración de Edgar Allan Poe subía en grados y la buscada y gozosa intranquilidad se fue apoderando de mí. El culmen llegó cuando en la cabeza del personaje asesino retumbaba un sonido como el que «podría hacer un reloj envuelto en algodón». La verdad es que yo estaba excitadísimo, quería y no quería seguir leyendo. Afortunadamente para mí, pensé, en ese momento sonó el timbre de la puerta.

Dejé el libro sobre la mesa y ya me disponía a abrir cuando caí en lo avanzado de la hora. ¿Quién podría ser a esas horas? Quizás algún vecino que necesitase alguna cosa o Marta que por fin hubiese decidido reconciliarse conmigo y volver a casa. Pero y si no… Mi corazón, que ya había retomado su ritmo habitual, volvió a dar señales de vida propia. Iba por libre. ¡Bum, bum, bum..! Decidí abrir.

—Buenas noches —saludaron de manera cordial los agentes—. Nos acaban de llamar por la persistencia de unos golpes continuados en su piso. Nos dice la persona que los denuncia que provienen de este domicilio.

—Pero eso es arsubdo —repliqué de modo aturullado descolocando los sonidos—. Llevo toda la noche solo y leyendo así que no creo que…

A los agentes mi ojo derecho velado por una tela les llamó poderosísimamente la atención. Era horrible, parecía el de un buitre, los había alcanzado y ellos, pese a no quererlo, habían quedado atrapados en su fina red.

—¿Cómo es posible que diga que ha estado leyendo cuando su vista deja mucho que desear? —inquirieron con enfado los policías. El color azul pálido que la telilla proporcionaba a mi ojo hacía de todo punto imposible aceptar que sirviera para nada bueno y mucho menos para leer. Era el ojo de un asesino, de un buitre, de un depredador, de alguien con seguridad peligroso.

—Ustedes no saben nada. Ustedes no comprenden nada. Ustedes, perdonen que se lo diga, no leen y por eso no conocen, no saben que la lectura consigue de sus adictos estas cosas, estas transformaciones —les espeté con cierta dosis de ferocidad y mucha de mal talante.

Herminio y Leo, que así se llamaban los agentes de la autoridad ante tal grado de agresividad se pusieron en guardia. Los lectores siempre fueron peligrosos, pero si además se contagiaban de las características que tenían los seres de los libros que visitaban la prevención debía de ser doble. Por eso rápidamente pasaron a la contraofensiva y comenzaron un interrogatorio que de no haber sido del todo inocente jamás hubiese podido superar:

—¿Qué estaba usted leyendo?

—Un relato de Poe.

—¿Por qué lee usted a un nortemaericano alcohólico que llegó hasta el delirium tremens y que murió temprano?

—Pues no lo sé. Simplemente me gusta.

—¿Le ha arrebatado usted alguna característica al autor o a alguno de sus personajes?

—No creo, soy muy respetuoso con la propiedad ajena.

—¿Y ese ojo azul velado por esa tela?

—¿De qué me hablan? Mis ojos siempre han sido negros. Jamás han sido azules y de telillas en ellos, no tengo la menor noticia.

«Ya, ya…», expresaron sotto voce, o sea para su coleto, los dos aguerridos policías que, quizás, a consecuencia de esa tela, que decían velaba la visión de mi ojo derecho, se iban desvaneciendo ante mí. El caso es que en un momento dado, ignoro el tiempo que habría transcurrido, caí en la cuenta de que no había nadie delante mío. ¿Me lo habría imaginado todo? ¿No habría existido esa llamada a la puerta? ¿Qué hacía yo ahí hablando con nadie? ¿Debería volver al sillón y retomar el libro que estaba leyendo por la página donde lo había dejado?

Las horas han pasado sin haberme dado cuenta. Ya son más de las cuatro de la madrugada. Estoy sentado en mi sillón favorito. Las manos me duelen como si hubiese estado cortando troncos con un afán desmedido. Tengo las uñas sucias, llenas de restos de color rojo. ¿Pintura, quizás? Podría, está claro. La verdad es que me costó mucho llevarme por delante a ese par de imbéciles que no hacían más que preguntas estúpidas. Sí, fue complicado: primero, golpearles con los tablones de madera que había levantado del suelo hasta dejarlos sin sentido; luego, asfixiarlos hasta su extenuación, incluso hasta hacerles sangre; ya les digo que no resultó nada fácil.

Podía ya concluir con tranquilidad esa narración de Poe que había conseguido trascender. No hay mal que por bien no venga y desde luego esa llamada inoportuna me había resultado provechosa, aunque no tanto para quienes se empeñan en que nada cambie, en que todo siga como si tal cosa.

—La literatura —pensé mientras cerraba el volumen de Poe— está claro que enriquece a las personas. De una lectura nunca se sale igual que se entró. Pero, perdón, ruego que me disculpen me parece que están llamando a la puerta.